El Papa visitó este viernes la sede de la Organización de las Naciones Unidas en Nueva York, donde fue acogido por el secretario general, Ban Ki-moon y el presidente de la asamblea general, Srgjan Kerim en la entrada de la sede.
Benedicto XVI es el tercer pontífice que se dirige a la asamblea general de las Naciones Unidas. Pablo VI pronunció un discurso el 4 de octubre de 1965 y Juan Pablo II lo hizo en dos ocasiones: el 2 de octubre de 1979 y el 5 de octubre de 1995.
Después de un coloquio privado con el secretario general, el Santo Padre se encontró con los representantes de los 192 Estados miembros en el aula de la asamblea general.
Ofrecemos a continuación párrafos del discurso del Papa:
"A través de las Naciones Unidas, los Estados han establecido objetivos universales que, aunque no coincidan con el bien común total de la familia humana, representan sin duda una parte fundamental de este mismo bien. Los principios fundacionales de la Organización -el deseo de la paz, la búsqueda de la justicia, el respeto de la dignidad de la persona, la cooperación y la asistencia humanitaria- expresan las justas aspiraciones del espíritu humano y constituyen los ideales que deberían estar subyacentes en las relaciones internacionales (...) Las Naciones Unidas encarnan la aspiración a "un grado superior de ordenamiento internacional" inspirado y gobernado por el principio de subsidiaridad y, por tanto, capaz de responder a las demandas de la familia humana mediante reglas internacionales vinculantes y estructuras capaces de armonizar el desarrollo cotidiano de la vida de los pueblos. Esto es más necesario aún en un tiempo en el que experimentamos la manifiesta paradoja de un consenso multilateral que sigue padeciendo una crisis a causa de su subordinación a las decisiones de unos pocos, mientras que los problemas del mundo exigen intervenciones conjuntas por parte de la comunidad internacional".
"Ciertamente, cuestiones de seguridad, los objetivos del desarrollo, la reducción de las desigualdades locales y globales, la protección del entorno, de los recursos y del clima, requieren que todos los responsables internacionales actúen conjuntamente y demuestren una disponibilidad para actuar de buena fe, respetando la ley y promoviendo la solidaridad con las regiones más débiles del planeta. Pienso particularmente en aquellos Países de África y de otras partes del mundo que permanecen al margen de un auténtico desarrollo integral, y corren por tanto el riesgo de experimentar sólo los efectos negativos de la globalización. En el contexto de las relaciones internacionales, es necesario reconocer el papel superior que desempeñan las reglas y las estructuras intrínsecamente ordenadas a promover el bien común y, por tanto, a defender la libertad humana. Dichas reglas no limitan la libertad. Por el contrario, la promueven cuando prohíben comportamientos y actos que van contra el bien común, obstaculizan su realización efectiva y, por tanto, comprometen la dignidad de toda persona humana".
"Aquí, nuestro pensamiento se dirige al modo en que a veces se han aplicado los resultados de los descubrimientos de la investigación científica y tecnológica. No obstante los enormes beneficios que la humanidad puede recabar de ellos, algunos aspectos de dicha aplicación representan una clara violación del orden de la creación, hasta el punto en que no solamente se contradice el carácter sagrado de la vida, sino que la persona humana misma y la familia se ven despojadas de su identidad natural. Del mismo modo, la acción internacional dirigida a preservar el entorno y a proteger las diversas formas de vida sobre la tierra no ha de garantizar solamente un empleo racional de la tecnología y de la ciencia, sino que debe redescubrir también la auténtica imagen de la creación. Esto nunca requiere optar entre ciencia y ética: se trata más bien de adoptar un método científico que respete realmente los imperativos éticos".
"El reconocimiento de la unidad de la familia humana y la atención a la dignidad innata de cada hombre y mujer adquiere hoy un nuevo énfasis con el principio de la responsabilidad de proteger (...) Todo Estado tiene el deber primario de proteger a la propia población de violaciones graves y continuas de los derechos humanos, como también de las consecuencias de las crisis humanitarias, ya sean provocadas por la naturaleza o por el hombre. Si los Estados no son capaces de garantizar esta protección, la comunidad internacional ha de intervenir con los medios jurídicos previstos por la Carta de las Naciones Unidas y por otros instrumentos internacionales. La acción de la comunidad internacional y de sus instituciones, dando por sentado el respeto de los principios que están a la base del orden internacional, no tiene por qué ser interpretada nunca como una imposición injustificada y una limitación de soberanía".
"El principio de la “responsabilidad de proteger” fue considerado por el antiguo "ius gentium" como el fundamento de toda actuación de los gobernadores hacia los gobernados. (...) Hoy como entonces, este principio ha de hacer referencia a la idea de la persona como imagen del Creador, al deseo de una absoluta y esencial libertad. Como sabemos, la fundación de las Naciones Unidas coincidió con la profunda conmoción experimentada por la humanidad cuando se abandonó la referencia al sentido de la trascendencia y de la razón natural y, en consecuencia, se violaron gravemente la libertad y la dignidad del hombre. (...) Cuando se está ante nuevos e insistentes desafíos, es un error retroceder hacia un planteamiento pragmático, limitado a determinar "un terreno común" minimalista en los contenidos y débil en su efectividad.
"La referencia a la dignidad humana, que es el fundamento y el objetivo de la responsabilidad de proteger, nos lleva al tema sobre el cual hemos sido invitados a centrarnos este año, en el que se cumple el 60° aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (..) Los derechos humanos son presentados cada vez más como el lenguaje común y el sustrato ético de las relaciones internacionales. Al mismo tiempo, la universalidad, la indivisibilidad y la interdependencia de los derechos humanos sirven como garantía para la salvaguardia de la dignidad humana. Sin embargo, es evidente que los derechos reconocidos y enunciados en la Declaración se aplican a cada uno en virtud del origen común de la persona, la cual sigue siendo el punto más alto del designio creador de Dios para el mundo y la historia. Estos derechos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos humanos de este contexto significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos podrían variar, negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos".
"La vida de la comunidad, tanto en el ámbito interior como en el internacional, muestra claramente cómo el respeto de los derechos y las garantías que se derivan de ellos son las medidas del bien común que sirven para valorar la relación entre justicia e injusticia, desarrollo y pobreza, seguridad y conflicto (...). La Declaración Universal tiene el mérito de haber permitido confluir en un núcleo fundamental de valores y, por lo tanto, de derechos, a diferentes culturas, expresiones jurídicas y modelos institucionales. No obstante, hoy es preciso redoblar los esfuerzos ante las presiones para reinterpretar los fundamentos de la Declaración y comprometer con ello su íntima unidad, facilitando así su alejamiento de la protección de la dignidad humana para satisfacer meros intereses, con frecuencia particulares".
"La experiencia nos enseña que a menudo la legalidad prevalece sobre la justicia cuando la insistencia sobre los derechos humanos los hace aparecer como resultado exclusivo de medidas legislativas o decisiones normativas tomadas por las diversas agencias de los que están en el poder. Cuando se presentan simplemente en términos de legalidad, los derechos corren el riesgo de convertirse en proposiciones frágiles, separadas de la dimensión ética y racional, que es su fundamento y su fin. Por el contrario, la Declaración Universal ha reforzado la convicción de que el respeto de los derechos humanos está enraizado principalmente en la justicia que no cambia, sobre la cual se basa también la fuerza vinculante de las proclamaciones internacionales. Este aspecto se ve frecuentemente desatendido cuando se intenta privar a los derechos de su verdadera función en nombre de una mísera perspectiva utilitarista. Puesto que los derechos y los consiguientes deberes provienen naturalmente de la interacción humana, es fácil olvidar que son el fruto de un sentido común de la justicia, basado principalmente sobre la solidaridad entre los miembros de la sociedad y, por tanto, válidos para todos los tiempos y todos los pueblos".
"(...) Con el transcurrir de la historia surgen situaciones nuevas y se intenta conectarlas a nuevos derechos. El discernimiento, es decir, la capacidad de distinguir el bien del mal, se hace más esencial en el contexto de exigencias que conciernen a la vida misma y al comportamiento de las personas, de las comunidades y de los pueblos".
"Así, el discernimiento muestra cómo el confiar de manera exclusiva a cada Estado, con sus leyes e instituciones, la responsabilidad última de conjugar las aspiraciones de personas, comunidades y pueblos enteros puede tener a veces consecuencias que excluyen la posibilidad de un orden social respetuoso de la dignidad y los derechos de la persona. Por otra parte, una visión de la vida enraizada firmemente en la dimensión religiosa puede ayudar a conseguir dichos fines, puesto que el reconocimiento del valor trascendente de todo hombre y toda mujer favorece la conversión del corazón, que lleva al compromiso de resistir a la violencia, al terrorismo y a la guerra, y de promover la justicia y la paz. Además, esto proporciona el contexto apropiado para ese diálogo interreligioso que las Naciones Unidas están llamadas a apoyar, del mismo modo que apoyan el diálogo en otros campos de la actividad humana".
"Obviamente, los derechos humanos deben incluir el derecho a la libertad religiosa, entendido como expresión de una dimensión que es al mismo tiempo individual y comunitaria, una visión que manifiesta la unidad de la persona, aun distinguiendo claramente entre la dimensión de ciudadano y la de creyente (...) Es inconcebible, por tanto, que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos -su fe- para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos. Los derechos asociados con la religión necesitan protección sobre todo si se los considera en conflicto con la ideología secular predominante o con posiciones de una mayoría religiosa de naturaleza exclusiva. No se puede limitar la plena garantía de la libertad religiosa al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes contribuyan la construcción del orden social".
"Mi presencia en esta Asamblea es una muestra de estima por las Naciones Unidas y es considerada como expresión de la esperanza en que la Organización sirva cada vez más como signo de unidad entre los Estados y como instrumento al servicio de toda la familia humana. Manifiesta también la voluntad de la Iglesia Católica de ofrecer su propia aportación a la construcción de relaciones internacionales en un modo en que se permita a cada persona y a cada pueblo percibir que son un elemento capaz de marcar la diferencia".
"Las Naciones Unidas siguen siendo un lugar privilegiado en el que la Iglesia está comprometida a llevar su propia experiencia “en humanidad”, desarrollada a lo largo de los siglos entre pueblos de toda raza y cultura, y a ponerla a disposición de todos los miembros de la comunidad internacional. Esta experiencia y actividad, orientadas a obtener la libertad para todo creyente, intentan aumentar también la protección que se ofrece a los derechos de la persona. Dichos derechos están basados y plasmados en la naturaleza trascendente de la persona, que permite a hombres y mujeres recorrer su camino de fe y su búsqueda de Dios en este mundo. El reconocimiento de esta dimensión debe ser reforzado si queremos fomentar la esperanza de la humanidad en un mundo mejor, y crear condiciones propicias para la paz, el desarrollo, la cooperación y la garantía de los derechos de las generaciones futuras".
Terminado el discurso, el Santo Padre se encontró con el presidente de la asamblea general y posteriormente con el presidente del Consejo de Seguridad, que en el mes de abril es el embajador de Sudáfrica Dumisani Kumalo.
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Fuente: Servicio Informativo Vaticano