El bienestar psicoespiritual de los Adultos Mayores y en la vejez en el contexto de pandemia actual
Estas expresiones deben ser de las frases más pronunciadas y escuchadas en esta pandemia, desde que se declaró a los adultos mayores y ancianos como el grupo de más alto riesgo, con la tasa más alta de muerte por Covid-19 en el mundo.
Los ancianos aspiran a vivir sus años de vejez en su propia casa, con su familia, en hogares de ancianos o residencias. Se trata de la aspiración personal más elemental, la más sagrada y la más digna de respeto. Por eso nada se entiende más digno que centrarse en la perspectiva de facilitar una vida correcta y confortable para las personas mayores. Pues su vida cursada a lo largo de los años comprende la entrega total y absoluta a los suyos cuando pudieron hacerlo, comprende en sus años de ancianidad el derecho a disfrutar de la entrega de los suyos cuando apenas tienen nada que entregar.
Según la OMS (Organización Mundial de la Salud) el término adulto mayor refiere a cualquier persona, sea hombre o mujer que sobrepase los 60 años de edad. Hay bibliografía que clasifica a los adultos mayores desde la edad de 55 y otros que los empiezan a contar a partir de los 65 años.
El envejecimiento saludable es un proceso continuo de optimización de oportunidades para mantener y mejorar la salud física y mental, la independencia y la calidad de vida a lo largo de la vida.
Tener o no buenas condiciones de salud en la etapa de la vejez no tiene sólo que ver con la genética, de hecho, este es uno de los factores que menos peso tiene. A nivel general, los factores que mejor determinan las buenas o malas condiciones de salud, están más relacionados con el entorno físico, social y psicoespiritual en el que se desarrollan las personas.
El confinamiento de la población ha impactado en la salud mental de todas las personas. No obstante, los adultos mayores, en particular, han debido enfrentar incluso más dificultades al ser uno de los grupos de mayor riesgo para padecer COVID-19. En este sentido, no solo han tenido que lidiar con el sentimiento de vulnerabilidad hacia una enfermedad que presenta pronósticos bastante negativos para ellos, sino que también debieron modificar su vida: delegar tareas básicas como la compra de alimentos y medicamentos, dejar de trabajar o adaptarse al teletrabajo y aquellos que eran parte de organizaciones de mayores o asistían a talleres o centros de día debieron dejar de hacerlo, por mencionar algunos.
La pérdida de una rutina diaria puede tener efectos perjudiciales en el estado físico, pero también en la salud mental. Es difícil saber aún cuál ha sido el alcance de estos eventos en esta última, sin embargo, existen ciertos indicadores que pueden ayudar a conocer un poco más esta realidad.
Existen diversos fenómenos que se han gestado durante la pandemia y que según la evidencia científica pueden manifestarse negativamente en la salud mental. Uno de ellos es la soledad no deseada, provocada principalmente por los confinamientos voluntarios y/o obligatorios. Los sentimientos de soledad en la vejez son bastante comunes y han sido catalogados como factores de riesgo para padecer diversas enfermedades, entre ellas, depresión y demencia. Además, las personas que se sienten solas y/o aisladas tienen mayor riesgo de morir por suicidio (Carmel, 2018).
La experiencia que los ancianos pueden aportar al proceso de humanización de nuestra sociedad y de nuestra cultura es más preciosa que nunca, y les ha de ser solicitada, valorizando aquellos que podríamos definir los carismas propios de la vejez.
La gratuidad. La cultura dominante calcula el valor de nuestras acciones según los parámetros de una eficiencia que ignora la dimensión de la gratuidad. El anciano, que vive el tiempo de la disponibilidad, puede hacer caer en la cuenta a una sociedad “demasiado ocupada “la necesidad de romper con una indiferencia que disminuye, desalienta y detiene los impulsos altruistas.
La memoria. Las generaciones más jóvenes van perdiendo el sentido de la historia y, con éste, la propia identidad. Una sociedad que minimiza el sentido de la historia elude la tarea de la formación de los jóvenes. Una sociedad que ignora el pasado corre el riesgo de repetir más fácilmente los errores de ese pasado. La caída del sentido histórico puede imputarse también a un sistema de vida que ha alejado y aislado a los ancianos, poniendo obstáculos al diálogo entre las generaciones.
La experiencia. Vivimos, hoy, en un mundo en el que las respuestas de la ciencia y de la técnica parecen haber reemplazado la utilidad de la experiencia de vida acumulada por los ancianos a lo largo de toda la existencia. Esa especie de barrera cultural no debe desanimar a las personas de la tercera y de la cuarta edad, porque ellas tienen muchas cosas qué decir a las nuevas generaciones y muchas cosas qué compartir con ellas.
La interdependencia. Nadie puede vivir solo; sin embargo, el individualismo y protagonismo extrovertido ocultan esta verdad. Los ancianos, en su búsqueda de compañía, protestan contra una sociedad en la que los más débiles se dejan con frecuencia abandonados a sí mismos, llamando así la atención acerca de la naturaleza social del hombre y la necesidad de restablecer la red de relaciones interpersonales y sociales.
Una visión más completa de la vida. Nuestra vida está dominada por los afanes, la agitación y, no raramente, por las neurosis; es una vida desordenada, que olvida los interrogantes fundamentales sobre la vocación, la dignidad y el destino del hombre.
La tercera edad es, además, la edad de la sencillez, de la contemplación. Los valores afectivos, morales y religiosos que viven los ancianos constituyen un recurso indispensable para el equilibrio de las sociedades, de las familias, de las personas.
Van del sentido de responsabilidad a la amistad, a la no-búsqueda del poder, a la prudencia en los juicios, a la paciencia, a la sabiduría; de la interioridad, al respeto de la Creación, a la edificación de la paz. El anciano capta muy bien la superioridad del “ser “respecto al “hacer” y al “tener “. Las sociedades humanas serán mejores si sabrán aprovechar los carismas de la vejez.
En nuestros adultos mayores y ancianos en la etapa de la vejez, y especialmente en el contexto de pandemia con los efectos de los prolongados tiempos de cuarentena obligatoria con cumplimientos estrictos, no podemos descuidar las necesidades espirituales de las cuales tenemos que poner especial énfasis, preocupación y resignificación.
Necesidad tiene que ver con aquella falta o carencia de algo que tenemos que satisfacer en nuestra vida. Las necesidades espirituales son inherentes al ser humano, emergen del interior de la persona y se manifiestan de manera transversal en cada cultura.
No entendemos por “necesidades espirituales” únicamente la acepción de déficit, carencia o vacío no cubierto; también nos referimos a aquellas potencialidades aún no suficientemente desarrolladas o a aquellas expectativas no suficientemente cubiertas, pero sí deseadas, en el ámbito de lo espiritual. Esta clave es importante, porque nos sitúa ante la realidad espiritual del ser humano al final de la vida no sólo desde el abordaje de la amenaza (las carencias), sino también desde la óptica de la oportunidad (los recursos aún no suficientemente empleados o desarrollados).
Todo ello significa que para subsistir hemos de cubrir ciertas necesidades de distinta índole: necesidades primarias, secundarias, materiales y espirituales y que, en el contexto de pandemia, cuarentenas, aislamiento físico en residencias, asilos u hogares y en la propia familia debemos reconocer y atender en nuestros adultos mayores y ancianos tanto sanos como enfermos:
- Necesidad de resituarse en el tiempo. Que se le reconozca su pasado, encuentre sentido a su presente y mantenga la esperanza en el futuro.
- Necesidad de auténtica esperanza, no de ilusiones falsas. La conexión con el tiempo.
- Necesidad de sentirse acompañado por personas queridas en su proceso de envejecimiento.
- Necesidad de mantener vínculos de afecto con personas significativas; no verse privado de su mundo de relaciones satisfactorias.
- Necesidad de amar y ser amado.
- Necesidad de ser respetado en sus opiniones, creencias y valores.
Ello conlleva nuestro deber de potenciar las decisiones autónomas de los mayores desde su escala de valores, no desde la nuestra.
- Necesidad de integración personal, de recorrer la última etapa de su vida con fecundidad.
- Necesidad de encontrarse con la enfermedad y de confiar en el cuidado de su familia y de los profesionales.
- Necesidad de encontrase con la muerte y con Dios con serenidad.
- Necesidad de sentirse apoyado en momentos de especial vulnerabilidad y debilidad.
- Necesidad de vivir y celebrar la fe.
- Necesidad de expresar sentimientos y vivencias religiosos.
- Necesidad de encontrar un lugar en la Iglesia y en la comunidad.
- Necesidad de ser reconocido como persona.
- Necesidad de releer su vida.
- Necesidad de encontrar sentido a la existencia y el devenir: la búsqueda de sentido.
- Necesidad de liberarse de la culpabilidad, de perdonarse.
- Necesidad de reconciliación, de sentirse perdonado.
- Necesidad de establecer su vida más allá de sí mismo.
- Necesidad de continuidad, de un más allá.
Hoy, los mayores, piden que no se les deje en el desamparo material, después de que ellos, con todos los esfuerzos y sacrificios de que los padres son capaces, han sacado adelante a sus hijos, aunque no lo piden como una reivindicación materialista. El anciano espera de su familia aquello que necesita en cuanto a aspectos básicos que definen su equilibrio emocional. El anciano necesita sentirse amado, ser valorado en lo que es y en lo que fue, porque a ello se debe, en no pocas ocasiones, lo que son y serán los que le siguen. Necesita ser aceptado tal y como es.
El anciano espera de la familia comprensión para su carácter y su personalidad. Al llegar a la ancianidad se conserva el carácter de toda la vida. Lo que ocurre es que, por una parte, varían las formas y las posibilidades de expresarlo y, por otra, que, por parte de los familiares, en función de la edad y de la nueva situación familiar, se perciben de manera diferente.
El anciano espera y desea que se comprenda y respete, en su caso, su austeridad no tachándola de tacañería o de avaricia. Que se valore lo que tiene, porque sabe lo que le ha costado conseguirlo y que a partir de su jubilación se limitan sus ingresos. Espera de su familia que le animen a disfrutar de la vida y que no le recriminen que se gasta parte de sus recursos en gozar de aquello que antes, por obligaciones laborales y familiares, le estaba restringido. Espera comprensión y tolerancia para con los efectos, nunca queridos por él, de sus disminuciones y limitaciones físicas y mentales.
Aguardan, también, que se valoren en él la capacidad de reflexión, la claridad de juicio, la utilidad de su experiencia, la discreción en el decir y en el hacer, el saber de la vida y de las cosas, la veteranía y la madurez en el trato con los menores, que hacen verdaderamente gratas las relaciones intrafamiliares. Espera el máximo apoyo y ayuda afectiva para que sus relaciones conyugales sean felices y armónicas. Que, entre todos, creen y se conserven las condiciones más idóneas posibles para que se dé una perfecta convivencia entre los padres abuelos con sus hijos e hijas, yernos, nueras y nietos.
Se espera de la familia que ponga todos los medios materiales e inmateriales posibles para que el adulto mayor no viva percibiendo las sensaciones de soledad, abandono y aislamiento que para muchos ancianos tienen fatales consecuencias. Pero lo más esperado, lo prioritario, es el amor, el cuidado, la compañía y la solidaridad de toda la familia.
Necesidades del adulto mayor enfermo
Toda persona tiene necesidades, pero en la persona mayor enferma estas se agudizan como consecuencia del estado de frustración en el que normalmente se encuentra inmersa. Pretendemos acercarnos a sus necesidades Bio-psíquicas y espirituales, dando por supuesto que sus necesidades biológicas alteradas por la enfermedad son atendidas normalmente por el personal sanitario. Las necesidades Bio-psíquicas más importantes son:
Para sobrevivir: En la base de todo están las necesidades fisiológicas. Son fundamentales y las más poderosas de todas. Se refieren a la supervivencia del individuo, como el hambre, la sed, el descanso, el sueño, calmar el dolor, etc. Si estas no son satisfechas, todas las demás, aún las más nobles como las espirituales se quedan a la sombra. Sólo cuando son atendidas estas, afloran las típicamente humanas: de orden afectivo, psicosocial y espiritual.
Sentirse seguros: Esta necesidad se expresa en la búsqueda de familiaridad, de estabilidad, de información y protección ante el peligro. En el caso del anciano enfermo, el peligro es la enfermedad, el dolor y en un momento dado la muerte. El anciano tiene que verse en un ambiente diferente al que está habituado, médicos, enfermeras, otros profesionales, hospitales, etc. La satisfacción de esta necesidad se realiza a través de una información segura, cierta, de personas que son confiables para él como su familia, el médico, el sacerdote, la religiosa, los agentes pastorales y de la salud, los amigos, gente que le escucha y le comprende. La enfermedad es crisis de seguridad, pues el mundo personal al que estábamos habituados se viene abajo, por tanto, la persona necesita que le brindemos un entorno confiable, estable, seguro.
Necesidad de ser amado: La necesidad de pertenencia y de afecto, de ser aceptado y amado, que se cubre cada día en la familia, en el grupo de amigos, del trabajo, etc., se ve roto por la enfermedad, sobre todo si la persona tiene que ser hospitalizada, pues es arrancada de su terreno, entra en un entorno frío y que muchas veces percibe como hostil. Es muy importante para satisfacer esta necesidad que el personal sanitario, el médico, la familia, los amigos, creen un ambiente de sincero cariño, de afecto comprensivo, de soporte total a la persona, permitiéndole a ella también expresar sus sentimientos, sentirse escuchada, comprendida, que no está sola, que es acompañada.
Sentirse competente y valioso: la necesidad de estima se satisface cuando nos sentimos personas competentes, útiles, apreciadas por los demás; es decir, cuando nos sentimos valorados y nos valoramos positivamente. La satisfacción de esta exigencia conduce al enfermo a sentimientos de confianza, de valor y de capacidad en sí mismo. Debemos, en el exceso de nuestros cuidados por el anciano enfermo, tener cuidado de no llegar a hacerles sentir inútiles. Hay que recordar que en la enfermedad nos damos cuenta que nuestros proyectos se vienen abajo y que los que podemos llevar a cabo están condicionados por nuestra realidad actual, por nuestro mismo cuerpo, tiempo, espacio, fuerzas, capacidades limitadas, etc., por lo que entra en crisis nuestra propia autoestima. Por lo tanto, es importante que la persona mantenga la confianza de que puede alcanzar las metas que desde su realidad puede llevar a cabo.
Intimidad: La pérdida de la intimidad es muy evidente en la enfermedad. Hay personas cercanas y extrañas mirando el cuerpo del enfermo que se va desgastando poco a poco, la pérdida de peso, la coloración de la piel, el semblante. Todo ello atrae la atención hacia la persona enferma. Incluso en los momentos más íntimos, en el comer, en el dormir, en el descanso, etc. hay que conceder a la persona mayor su espacio necesario para estar solo consigo mismo
Posibilidad de realizarse: Es la necesidad suprema, consiste en hacer lo que somos capaces de hacer. Para sentirse sereno y satisfecho cada uno tiene que ser lo que está llamado a ser, o por lo menos sentirse en esa línea. Esta necesidad se ve frustrada, porque obstaculiza la realización de uno mismo. La enfermedad se vive como una disminución de la propia personalidad, como una amenaza de la propia identidad, como un impedimento a la realización de uno mismo. Sin embargo, es precisamente esta necesidad la que puede ayudar al enfermo para que salga adelante. Cuando la persona no pierde la confianza en sí mismo cuando da un sentido a su enfermedad, cuando sigue latiendo en él la aspiración a la trascendencia, es capaz de reanudar sus compromisos y realizaciones personales, familiares y sociales. En esta etapa hay que brindar todo el apoyo necesario para que la persona realice sus anhelos existenciales, al menos los más esenciales. La edad avanzada no debe de ser un pretexto para no anhelar un futuro esperanzador.
La religión y esencialmente la espiritualidad son elementos importantes en la vida de la mayoría de las personas mayores. Aún más en las personas ancianas enfermas que generalmente recurren a la espiritualidad y la religión como ayuda y soporte para enfrentarse a enfermedades físicas graves o crónicas. La atención espiritual a las personas enfermas se relaciona con una mayor calidad de vida, independientemente de la percepción de gravedad de la enfermedad.
El autor Ángelo Brusco subraya la importancia de la espiritualidad: «Espiritualidad es el conjunto de aspiraciones, valores y creencias capaces de organizar en un proyecto unitario la vida del hombre, causando determinados comportamientos. De esta plataforma de interrogantes existenciales, principios y valores parten caminos que llevan a elevadas metas del espíritu hacia un ser trascendente. En la religión cristiana este Ser Trascendente es el Dios que, por medio de Jesucristo, nos ha sido revelado. Con el cual el creyente establece una relación de la cual saca fuerzas para realizar su proyecto de vida en todas sus dimensiones»
Orientaciones para quien acompaña a personas adultas mayores o ancianos en su vejez y/o enfermedad
Empezaremos diciendo que no esperamos encontrar personas perfectas para llevar a cabo este acompañamiento. Pero sí pensamos que se requieren de algunas cualidades lo más adecuadas posibles que favorezcan la relación de ayuda, y que dentro de cada familia pueden existir, para un trabajo tan complicado y delicado, y que merece nuestra mejor actuación. Por eso proponemos este perfil, que pensamos se adapta bien, y que es descrito por J. García Férez
Debe ser una persona profundamente humana: amable, acogedora, comprensiva, generosa y solidaria. Cualidades que le hagan ser testigo y no maestro, hermano y no jefe.
Debe conocerse a sí mismo con su vertiente negativa y positiva, y lo mismo al anciano enfermo. Debe tener capacidad para trabajar en equipo y crear estilo comunitario. Hay que recordar que en el mundo del anciano enfermo circulan distintas personas: familiares, amigos, profesionales sanitarios, e incluso otros enfermos, etc.
Se requiere capacidad de empatía para comprender la situación y estado de ánimo del anciano. Evitar proyectar o introyectar los propios sentimientos y necesidades personales.
Evitar el complejo de mesianismo y querer resolverle toda la vida a la persona, evitando su crecimiento y tratando de suplirle en sus decisiones. Hay que acompañar como amigo. No somos mejores porque carguemos con todo el peso de los cuidados. El saber compartir y hacer partícipe a toda la familia de la atención al anciano enfermo es una buena señal de nuestra salud mental y de que no nos consideramos omnipotente.
Debe ser una persona llena de gratuidad. El ir de cirineo forzoso por la vida no suele generar salud, paz ni vida. El que busca alguna recompensa, aunque sea sólo reconocimiento, está equivocando el camino, terminará quemada. Hay quienes colaboran porque pretenden huir de sus propias frustraciones familiares y sociales
Saber respetar el misterio personal del anciano enfermo. Cada ser humano somos un misterio y esto hace que cada enfermo, desde su realidad humana y espiritual, se enfrente de manera distinta a su enfermedad y sufrimiento.
Deben ser, ante todo, personas comprensivas y compasivas. La comprensión es saber sintonizar con el otro, compadecer es padecer con el otro, es intentar ver las cosas como el enfermo las ve, sentirlas como él las siente. No significa estar de acuerdo, es, sobre todo, entender, sentir con, compartir.
Debe ser humilde y reconocer la propia limitación. No olvidar que acompañar es «hacerse cargo» de la experiencia ajena, dar hospedaje en uno mismo al sufrimiento del otro, así como disponerse a recorrer el incierto camino de cada persona, confiando en que nuestra compañía ayude a superar la soledad, genere comunión y salud de manera integral. El éxito del cuidado no se debe poner en la curación, sino en conseguir que la persona sea capaz de integrar su dolencia, que aumente su calidad de vida, es decir, posibilitar que, dentro de sus propias limitaciones, sea capaz de integrar toda su situación para conseguir una cierta armonía consigo mismo y con el entorno.
La Hospitalidad: el que hospeda, el que acoge acompañando, ha de sentirse cómodo en su propia casa, es decir, ha de encontrarse bien consigo mismo, sin miedo y con una cierta paz espiritual. Para ello, el acompañante o familiar a cargo va a necesitar hacer trabajo personal previo sobre su propia vida espiritual.
El acompañante ha creado un vínculo basado en la confianza, como primera y necesaria herramienta.
La presencia y la atención activas. Se trata de no huir de las preguntas y de las ansiedades y miedos que hay detrás. Se trata de conjugar el verbo estar, de saber estar presentes como testimonio silencioso de su dolor y de su proceso.
La escucha activa. Supone el desarrollo de las distintas estrategias de escucha activa. Pero sobre todo el saber escuchar.
La compasión precisa de la empatía, que nos permite percibir y entender la necesidad en el otro; requiere además el deseo de ayudar y aliviar el sufrimiento del otro; a veces el coraje de acercarse al mundo interior tempestuoso del que sufre; y siempre la acción orientada a mejorar la situación del que es visto como alguien cercano. La compasión conlleva compromiso, intencionalidad, en este caso el de afrontar las contradicciones y el miedo del otro que sufre. Su antónimo es la crueldad, que también tiene la intención, pero, en este caso, de destruir a la persona.
El desafío de hacer un acompañamiento a nuestros ancianos al estilo de Jesús y acompañante, como el Buen Samaritano en el propio hogar y familia.
El Buen Samaritano. Lucas 10, 25-37
“Se levantó un legista, y dijo a Jesús para ponerle a prueba: “Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?” Él le dijo: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?” Respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo”. Le dijo entonces: “Bien has respondido. Haz eso y vivirás”. Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: “Y ¿quién es mi prójimo?” Jesús respondió: “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: “Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva”. ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?” Él dijo: “El que practicó la misericordia con él”. Jesús le dijo: “Vete y haz tú lo mismo”.
Buen Samaritano es toda persona que se para junto a todo aquel que sufre, no por curiosidad sino porque tiene la intención de ayudar y de procurar el bienestar de aquella persona. Siente compasión por la persona, no lástima, y ante la mirada de compasión, viene en seguida la acción misericordiosa (actuar por y con amor).
Supone un encuentro fraterno con nuestro prójimo, manifestando el amor de Dios, nuestro deseo de servir y nuestro interés y preocupación por la persona humana. Es una oportunidad de diálogo fraterno para escuchar, comprender y conocer a la persona desde su realidad, desde su situación personal. Este conocimiento de la realidad permitirá ejercer el ministerio pastoral con alegría, con gozo y siempre guiados por Dios.
Para brindar acompañamiento espiritual el familiar, persona a cargo o el agente de pastoral debe experimentar en su propia realidad, el amor de Dios y el amor al prójimo, para tener un encuentro lleno de gozo y alegría, libre de temores, complejos y otros sentimientos negativos. Durante el acompañamiento a las personas enfermas o ancianas será preciso expresar con gestos y palabras el sentido evangélico de cercanía y respeto que inaugura y sostiene esta tarea pastoral. “El gesto de tocar, es a la vez signo de simpatía y de desafío a los falsos temores. Un abrazo, un apretón de manos, expresan más que las palabras, el compromiso real del acompañamiento. [ No olvidar en el contexto de pandemia, adoptar todas las medidas indicadas por la autoridad sanitaria y de seguridad necesarias para prevenir el Covid 19].
En la vejez seguirán dando fruto (Sal 92 [91], La potencia de Dios se puede revelar en la edad senil, incluso cuando ésta se ve marcada por límites y dificultades. “Dios ha escogido lo que el mundo considera necio para confundir a los sabios; ha elegido lo que el mundo considera débil para confundir a los fuertes; ha escogido lo vil, lo despreciable, lo que no es nada a los ojos del mundo para anular a quienes creen que son algo. De este modo, nadie puede presumir delante de Dios “(1 Cor 1, 27-28).
La vida de los ancianos [...] ayuda a captar mejor la escala de los valores humanos, enseña la continuidad de las generaciones y demuestra maravillosamente la interdependencia del pueblo de Dios». La Iglesia es, de hecho, el lugar donde las distintas generaciones están llamadas a compartir el proyecto de amor de Dios en una relación de intercambio mutuo de los dones que cada cual posee por la gracia del Espíritu Santo. Un intercambio en el que los ancianos transmiten valores religiosos y morales que representan un rico patrimonio espiritual para la vida de las comunidades cristianas, de las familias y del mundo.
Es deber de la Iglesia, de todos los agentes pastorales, sacerdotes, religiosas y laicos comprometidos el anunciar a los ancianos la buena noticia de Jesús que se revela a ellos como se reveló a Simeón y a Ana, los anima con su presencia y los hace gozar interiormente por el cumplimiento de las esperanzas y promesas que ellos han sabido mantener vivas en sus corazones (cf. Lc 2, 25-38).
La esperanza, en efecto, hunde sus raíces en la fe en esa presencia del Espíritu de Dios, “que resucitó a Jesús de entre los muertos “y hará revivir nuestros cuerpos mortales. La conciencia de una nueva vida en el Bautismo hace que en el corazón de una persona anciana no desfallezca el asombro del Niño ante el misterio del amor de Dios manifestado en la creación y en la redención.
Es indispensable, en la tarea pastoral, la aportación de los ancianos mismos que, de su riqueza de fe y de vida, pueden sacar cosas nuevas y cosas antiguas, no sólo en beneficio propio, sino de toda la comunidad. Lejos de ser sujetos pasivos de la atención pastoral de la Iglesia, los ancianos son apóstoles insustituibles, sobre todo entre sus coetáneos, pues nadie conoce mejor que ellos los problemas y la sensibilidad de esa fase de la vida humana. Cobra especial importancia, hoy, el apostolado de los ancianos con los ancianos en forma de testimonio de vida.
Seguimos de cerca aquí el documento de la Academia Pontifica de la Vida, sobre la vejez.
La vejez también recuerda el sentido del destino final de la existencia humana. En 1999, Juan Pablo II escribió a los ancianos: “Hay una necesidad urgente de recuperar la perspectiva correcta desde la que considerar la vida en su conjunto. Y la perspectiva correcta es la eternidad, de la cual la vida es una preparación significativa en cada fase. La vejez también tiene un papel que desempeñar en este proceso de maduración progresiva del ser humano en su camino hacia la eternidad. Si la vida es un peregrinaje hacia el misterio de Dios, la vejez es el momento en que más naturalmente miramos al umbral de este misterio”. El hombre que envejece no se acerca al final, sino al misterio de la eternidad; para comprenderlo, necesita acercarse a Dios y vivir en relación con Él. Cuidar la espiritualidad de los ancianos, su necesidad de intimidad con Cristo y de compartir su fe, es una tarea de caridad en la Iglesia.
El testimonio que pueden dar las personas mayores a través de su fragilidad es también muy hermoso. Se puede leer como un “magisterio”, una enseñanza de vida. Esto se expresa en el encuentro de Jesús resucitado con Pedro a orillas del lago Tiberíades.
Dirigiéndose al Apóstol, dice: “Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará donde no quieras” (Jn 21, 18). Estas palabras parecen resumir toda la enseñanza sobre la persona que se debilita en la vejez: “extender las manos” para ser ayudado.
Los ancianos nos recuerdan la debilidad radical de todo ser humano, incluso cuando están sanos; nos recuerdan la necesidad de ser amados y apoyados. En la vejez, habiendo derrotado toda autosuficiencia, uno se convierte en un mendigo de ayuda. “Cuando soy débil, es entonces cuando soy fuerte” (2 Cor 12,10), escribe el apóstol Pablo. En la debilidad es Dios mismo quien primero extiende su mano al hombre.
La vejez también debe ser entendida en este horizonte espiritual: es la edad particularmente propicia al abandono en Dios. A medida que el cuerpo se debilita, la vitalidad psíquica, la memoria y la mente disminuyen, la dependencia de la persona humana a Dios se hace cada vez más evidente. Por supuesto, hay quienes pueden sentir la vejez como una condena, pero también quienes pueden sentirla como una oportunidad para restablecer la relación con Dios.
Habiendo sido despojados de la utilería, la fe se convierte en la virtud fundamental, vivida no sólo como una adhesión a las verdades reveladas, sino como la certeza del amor de Dios que no abandona.
La debilidad de los ancianos es también provocativa: invita a los más jóvenes a aceptar la dependencia de los demás como un modo de abordar la vida. Sólo una cultura juvenilista hace que el término “anciano” sea despectivo. Una sociedad que sabe aceptar la debilidad de los ancianos es capaz de ofrecer a toda esperanza para el futuro. Quitar el derecho a la vida a los más frágiles significa robar la esperanza, especialmente a los jóvenes.
Es por eso que descartar a los ancianos — incluso en el lenguaje — es un problema serio para todos. Implica un mensaje claro de exclusión, que está en la base de esa falta de acogida: de la persona concebida a la persona con discapacidades, del emigrante a la persona que vive en la calle. La vida no se acepta si es demasiado débil y necesita cuidados, no es amada en su cambio, no es aceptada en su fragilidad. Y desgraciadamente no se trata de una posibilidad remota, sino de algo que sucede con frecuencia allí donde el abandono, como repite el Papa, se convierte en una forma de eutanasia oculta y propone un mensaje que pone en peligro a toda la sociedad.
La peligrosa actitud, que manifiesta claramente que lo opuesto a la debilidad no es la fuerza, sino la hybris, como los griegos la llamaban: la presunción que no conoce límites, muy extendida en nuestras sociedades, genera gigantes de pies de arcilla. La presunción, el orgullo, la arrogancia, el desprecio por los débiles caracterizan a los que se creen fuertes. Una actitud estigmatizada en las Escrituras: la debilidad de Dios es más fuerte que la de los hombres (1 Cor 1,25). Y lo que es débil para el mundo, Dios lo ha elegido para confundir a los poderosos (1 Cor 1,27).
El cristianismo no sólo no rechaza ni esconde la debilidad del hombre, desde la concepción hasta el umbral de la muerte, sino que le da honor, sentido e incluso fuerza. No se puede decir con superficialidad que a medida que uno envejece se mejora automáticamente: los defectos y asperezas ya presentes en la edad adulta pueden hacerse más pronunciados y el encuentro con la propia vejez y sus debilidades puede representar un momento de incomodidad interior, de cierre hacia los demás o de rechazo de la fragilidad.
Hay un pasaje del Evangelio que destaca particularmente el valor y el sorprendente potencial de la edad anciana. Es el episodio de la Presentación del Señor en el Templo, una ocasión que en la tradición cristiana oriental se llama “Fiesta del Encuentro”. En tal ocasión dos ancianos, Simeón y Ana, se encuentran con el Niño Jesús: frágiles ancianos lo revelan al mundo como la luz de los gentiles y hablan de él a los que esperaban el cumplimiento de las promesas divinas (cf. Lc 2,32.38). Simeón toma a Jesús en sus brazos: el Niño y el anciano, como si simbolizaran el principio y el fin de la existencia terrenal, se sostienen mutuamente: de hecho, como proclaman algunos himnos litúrgicos, “el anciano llevaba al Niño, pero era el Niño quien sostenía al anciano”. La esperanza surge así del encuentro entre dos personas frágiles, un Niño y un anciano, para recordarnos, en estos tiempos nuestros que exaltan la cultura del rendimiento y la fuerza, que el Señor ama revelar la grandeza en la pequeñez y la fuerza en la ternura.
En síntesis
El Buen Samaritano que deja su camino para socorrer al hombre enfermo (cfr. Lc 10, 30-37) es la imagen de Jesucristo que encuentra al hombre necesitado de salvación y cuida de sus heridas y su dolor con «el aceite del consuelo y el vino de la esperanza». Él es el médico de las almas y de los cuerpos y «el testigo fiel» (Ap 3, 14) de la presencia salvífica de Dios en el mundo.
Es la mirada consciente de aquellos que no confunden el concepto de incurable con el concepto de no “cuidable”. La mirada de quien no utiliza el criterio de "calidad" para abandonar a la persona a su desesperación sabiendo reconocer, en cambio, una cualidad intrínseca al propio ser humano: esa "calidad" que en términos laicos se llama dignidad de la vida humana y en términos cristianos sacralidad de la vida humana.
Vivimos en una época de profundas soledades disimuladas: la demanda de autonomía, a pesar de su importancia, ha terminado por transformarse en la lógica del abandono, terapéutico y asistencial, porque ninguna autonomía es en sí misma capaz de soportar el peso del dolor y el sufrimiento propio y ajeno si no sabe reconocer los valores de la dependencia mutua y la solidaridad. (Carta Samaritanus bonus de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el cuidado de las personas en las fases críticas y terminales de la vida).
Todo enfermo y todo anciano en su vejez, tiene necesidad no solo de ser escuchado, sino de comprender que el propio interlocutor “sabe” que significa sentirse solo, abandonado, angustiado frente a la perspectiva de la muerte, al dolor de la carne, al sufrimiento que surge cuando la mirada de la sociedad mide su valor en términos de calidad de vida y lo hace sentir una carga para los proyectos de otras personas. Por eso, volver la mirada a Cristo significa saber que se puede recurrir a quien ha probado en su carne el dolor de la flagelación y de los clavos, la burla de los flageladores, el abandono y la traición de los amigos más queridos.
Si EL COVID 19 nos ha recordado nuestra fragilidad, el cuerpo contagiado, en toda su materialidad, también nos ha obligado a reconfigurar los lazos y a "velar" por el otro, sin malentendidos. Pero sobre todo a hacer como Dios: a tener "compasión", cum patior, cuando - pasando al lado de alguien - este es golpeado y herido. Porque nadie en su sufrimiento es nunca un extraño para nosotros.
“La gloria de los jóvenes es su vigor, la dignidad de los ancianos son sus canas" (Prov. 20, 29). "Corona de los ancianos es la mucha experiencia" (Eclesiástico 25, 6-8).
Fuente: Comunicaciones Linares