1. La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar.
2. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente.
3. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: “No tengáis miedo” (Mt 28,5). Y nosotros, junto a Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú nos cuidas” (cfr 1 P 5,7).
4. …la vida de millones de personas cambió repentinamente. Para muchos permanecer en casa ha sido una ocasión para reflexionar, para detener el frenético ritmo de vida, para estar con los seres queridos y disfrutar de su compañía.
5. Qué difícil es quedarse en casa para aquel que vive en una pequeña vivienda precaria o que directamente carece de un techo. Qué difícil es para los migrantes, las personas privadas de libertad o para aquellos que realizan un proceso de sanación por adicciones.
6. Hoy pienso sobre todo en los que han sido afectados directamente por el coronavirus: los enfermos, los que han fallecido y las familias que lloran por la muerte de sus seres queridos, y que en algunos casos ni siquiera han podido darles el último adiós.
7. Estoy edificado por la reacción de tantas personas, médicos, enfermeras y enfermeros, voluntarios, religiosos, sacerdotes que arriesgan su vida para sanar y defender a la gente sana del contagio.
8. …a quienes trabajan asiduamente para garantizar los servicios esenciales necesarios para la convivencia civil, a las fuerzas del orden y militares, que en muchos países han contribuido a mitigar las dificultades y sufrimientos de la población, se dirige nuestro recuerdo afectuoso y nuestra gratitud. Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero
desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: “que todos sean uno” (Jn 17,21).
9. Animo a quienes tienen responsabilidades políticas a trabajar activamente en favor del bien común de los ciudadanos proporcionando los medios e instrumentos necesarios para permitir que todos puedan tener una vida digna y favorecer, cuando las circunstancias lo permitan, la reanudación de las habituales actividades cotidianas.
10. Este no es el tiempo del egoísmo, porque el desafío que enfrentamos nos une a todos y no hace acepción de personas.
11. Este no es el tiempo de la división. Que Cristo, nuestra paz, ilumine a quienes tienen responsabilidades en los conflictos, para que tengan la valentía de adherir al llamamiento en un alto del fuego global e inmediato en todos los rincones del mundo.
12. Este no es el tiempo del olvido. Que la crisis que estamos afrontando no nos haga dejar de lado a tantas otras situaciones de emergencia que llevan consigo el sufrimiento de muchas personas.
13. Espero que los gobiernos comprendan que los paradigmas tecnocráticos (sean estadocéntricos, sean mercadocéntricos) no son suficientes para abordar esta crisis ni los otros grandes problemas de la humanidad.
14. Si algo podemos aprender en todo este tiempo, es que nadie se salva solo. Las fronteras caen, los muros se derrumban y todos los discursos integristas se disuelven ante una presencia casi imperceptible que manifiesta la fragilidad de la que estamos hechos.
15. Pensemos valientemente fuera de nuestros esquemas. Después de lo que hemos pasado este año, no deberíamos tener miedo de aventurarnos por nuevos caminos y proponer soluciones innovativas.
16. “Una emergencia como la del COVID-19 es derrotada en primer lugar con los anticuerpos de la solidaridad”.
17. Al igual que los discípulos, experimentamos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios; convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere.
Fuente: Comunicaciones Concepción