Cardenal Errázuriz llamó perdonar las ofensas y a reconciliarnos
En Misa de Domingo de Resurrección:
Cardenal Errázuriz llamó perdonar las ofensas y a reconciliarnos

Santiago (DOP). Ante una Catedral Metropolitana repleta de fieles, el Cardenal Arzobispo de Santiago, Monseñor Francisco Javier Errázuriz, formuló un ferviente llamado a perdonar las ofensas y a reconciliarnos, durante su homilía pronunciado en la solemne Misa de Domingo de Resurrección.

La Eucaristía fue transmitida en directo por Canal 13 de Televisión y contó con la participación del Grupo de Cámara “Concerto Vocale”, integrado por músicos de la Facultad de Música de la Pontificia Universidad Católica, dirigidos por los maestros Víctor Alarcón y Rodrigo Pozo.


Homilía

“Acojamos –dijo el Cardenal Errázuriz, en su homilía- el saludo de Cristo que nos trae la paz que Él nos ha conquistado, y con María, su madre, y con todos los santos, hagamos nuestros los sentimientos y los designios de paz del Señor Resucitado. Cada vez que optamos por perdonar las ofensas y por reconciliarnos, por apartarnos de las rutas del odio, la enemistad y la violencia y de las causas que las promueven; cada vez que optamos por recorrer juntos los caminos de la paz, para construir la comunión en nuestras familias, en el trabajo, en el país, en la comunidad internacional y entre las confesiones religiosas, expresamos nuestra solidaridad con el Señor Resucitado, que derramó su sangre y su vida a fin de reconciliarnos con Dios y entre nosotros, a fin de sellar la nueva alianza, la alianza de reconciliación y de paz”.

A continuación el texto completo de la homilía del Arzobispo de Santiago

Homilía de Pascua de Resurrección del año 2004

En las narraciones de las Escrituras de esta Vigilia Pascual hemos recorrido la historia de salvación, como historia de las iniciativas y las promesas de Dios, encaminadas a bendecir a la humanidad, enriqueciéndola con su amistad y con sus dones, con su voluntad de sellar y vivir con ella una alianza de amor y de paz. Después de tantas vacilaciones, injusticias, idolatrías e infidelidades de parte de los hombres, en lugar de desalentarse – un sentimiento impensable en Dios – concibe, por así decirlo, una nueva iniciativa, la que nos hará definitivamente felices y fieles.

Enviará a su propio Hijo como nuestro hermano y redentor, y Él será la nueva cabeza del género humano, el nuevo Adán. Él nos enseñará definitivamente a amar, precisamente amándonos como el Padre nos ama, hasta el extremo de dar su vida por nosotros. Y nos abrirá el camino a través del sufrimiento y la muerte, para llegar a la tumba vacía, al asombro de los guardias, al estupor de quienes lo suponían definitivamente muerto. Para llegar a esa noche clara como el día, iluminada por nuestro gozo, a esa noche dichosa de gracia, en que se une el cielo con la tierra, lo humano y lo divino; a esa noche en que resplandece y se expande el gozo de la vida y de la paz del Resucitado.

Y para que seamos sensibles a su amor y permanezcamos en él, arrancaría de nuestra carne el corazón endurecido como la piedra, e infundiría en él su propio Espíritu. Nos daría un corazón nuevo, capaz de asombrarse por el amor de Dios y de responderle agradecido, y también capaz de compadecerse de los afligidos, y de inclinarse ante su dignidad y su dolor, como Jesús, el Samaritano colmado de humanidad.

Durante estos días de Semana Santa hemos palpado nuevamente la determinación y la fuerza y la hondura del amor de Nuestro Señor, de su amor hasta el extremo. Nos ha conmovido intensamente la Pasión y Muerte de Jesucristo. No nos dejan indiferentes. Por el contrario, su terrible sufrimiento está profundamente entrelazado con nuestra vida y con nuestro dolor.

Es la pasión de quien más queremos y admiramos. Es el padecimiento de quien menos lo merecía. Había pasado por el mundo sembrando el bien, levantando a los caídos, perdonando maldades, sanando enfermos, dignificando a los más despreciados y a los niños y a las mujeres. Había traído tanta esperanza, porque hacía cercano y palpable el rostro verdadero de Dios, del Señor rico en misericordia; el rostro bondadoso y sabio de su Padre, que es asimismo el nuestro. ¿Cómo no dolernos de la crueldad con que golpearon su vida inocente para arrancarla del mundo de los seres vivos?

No nos dejan indiferentes su Pasión y Muerte, también porque nos sabemos culpables. Cargó con nuestros pecados. Ellos lo llevaron a morir. Y él se llevó a la muerte nuestras injusticias, nuestros odios, nuestras falsedades, nuestras violencias y todas las corrupciones y homicidios del mundo – los que matan el cuerpo y los que destruyen el alma, también el buen nombre que necesitamos para existir –; él se llevó además nuestras idolatrías y nuestras desesperanzas, las llevó a morir con él en la cruz.

Nos duele, porque lamentablemente no faltan las ocasiones en que nos sabemos cómplices de la traición de Judas, de la negación de Pedro, de los planes de los jefes de su pueblo, que lo condenaron y después azuzaron a tantos para que pidieran su muerte; nos sentimos cómplices de la cobardía de Poncio Pilato, de los golpes y los insultos de los soldados romanos a Aquel que había venido a este mundo para dar testimonio de la verdad y para darnos vida en abundancia. Nos duele terriblemente la muerte de Jesús.

Más todavía, porque sigue muriendo. De sus labios lo aprendimos: tuve sed, tuve hambre, estuve desnudo, fui enfermo, estuve en la cárcel. Y tú, … cuando me ves postrado, pobre, injuriado ¿me dejas sufrir, me dejas morir? ¿O te aproximas, teniendo compasión de mí, y curas mis heridas y enfermedades?

Su Pasión, gracias a Dios, también nos acerca a quienes supieron estar junto a él. Nos presenta al Cireneo, que lo ayudó a llevar la injusta cruz, y nos aproxima a las mujeres que lloraban lo que hacían con él quienes lo torturaban, a esas mujeres que lo acompañaban mientras él caía. Nos aproxima a Verónica, que lo aliviaba, limpiando su santo rostro de sudores y de sangre. Y el via crucis nos lleva a la cumbre del Calvario, donde nos encontramos con el dolor compartido y ofrecido, con la oración materna del alma atravesada por el sufrimiento y la esperanza, y con la ternura y la solidaridad de su madre, María. También encontramos a unas pocas mujeres cerca de su cruz, y a Juan, el discípulo que supo acoger el amor de Cristo, convirtiéndolo en la misión de su vida.

Quienes lo acompañaban con esos sentimientos, ya estaban resucitando. Porque acercarse a Jesús y compartir los caminos del Evangelio, es acercarse a la Verdad y a la Vida. En su Pascua encontramos el secreto que convierte el sufrimiento y la derrota de la muerte, en dicha, en victoria y en vida. Es una revelación maravillosa. Murió Jesús en cuanto hombre, pero no como Hijo de Dios. Por eso, no murió su persona ni desapareció su vida. En una oportunidad lo había confidenciado. “El Padre me ama porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo” (Jn 10, 17). El Hijo de Dios no murió. Tenía poder para resucitar su propio cuerpo humano y mortal.

Y ese misterio se prolonga en nosotros de diversas maneras. La vida natural que hemos recibido, cuando acogemos a Jesús, cuando somos hijos del perdón, del amor y de la paz de Dios, cuando recibimos a Cristo como pan de vida, cuando movidos por el Espíritu Santo caminamos por sus huellas; esa vida nuestra, aún en este mundo, ya es vida eterna. Y cada vez que morimos al pecado, resucitamos, volvemos a la vida, entramos a la vida definitiva: al gozo de ser, de vivir y tener felicidad como ciudadanos del cielo.

Es cierto que en este mundo nunca lograremos apartar ni el dolor, ni el pecado ni la muerte. Sin embargo, no es menos cierto que ya ahora podemos asumir nuestro camino, nuestra juventud o nuestra ancianidad, nuestra profesión, nuestro trabajo, nuestra vida familiar, sacerdotal o religiosa, con la voluntad de bien que caracterizó a Jesús, con el espíritu de servicio que lo distinguía, con su manera de dignificar y perdonar a los demás, con la sencillez con que levantaba a los más pequeño, a los débiles y a los caídos, con la transparencia de sus palabras, con la fidelidad de su amor, con el recogimiento y la cercanía al Padre de su oración.

Cuando lo hacemos así, nos sobrecoge una experiencia vivificante: la luz y el fuego del amor de Dios, el gozo y la paz de la Resurrección de Cristo llegan hasta nuestras renuncias y privaciones, hasta nuestra soledad y nuestra pobreza, hasta nuestras enfermedades y fallecimientos. Lo sabemos: caminando por los caminos del Evangelio somos más felices, nuestra vida adquiere mayor plenitud y fecundidad, somos con más facilidad hombres y mujeres de esperanza, capaces de forjar comunidades y comunión. Ya en esta vida, siguiendo sus caminos, que están marcados por la cruz, tenemos experiencias de resurrección, de esa vida que él nos da gratis y en abundancia, y que con la muerte corporal cambia pero no termina, porque ya ahora es un adelanto de la alegría y la amistad del cielo.

Acojamos el saludo de Cristo que nos trae la paz que Él nos ha conquistado, y con María, su madre, y con todos los santos, hagamos nuestros los sentimientos y los designios de paz del Señor Resucitado. Cada vez que optamos por perdonar las ofensas y por reconciliarnos, por apartarnos de las rutas del odio, la enemistad y la violencia y de las causas que las promueven; cada vez que optamos por recorrer juntos los caminos de la paz, para construir la comunión en nuestras familias, en el trabajo, en el país, en la comunidad internacional y entre las confesiones religiosas, expresamos nuestra solidaridad con el Señor Resucitado, que derramó su sangre y su vida a fin de reconciliarnos con Dios y entre nosotros, a fin de sellar la nueva alianza, la alianza de reconciliación y de paz.

Este mensaje llega hasta nosotros con tanta fuerza, precisamente porque resucitó el Señor, y porque nos invita a apartarnos de cuanto nos destruye, y a levantar las manos, la mirada, el espíritu y todos nuestros proyectos a lo alto, de modo que podamos gozar del sentido verdadero de la vida, y ayudar a otros para que todos disfrutemos de la vida y la amistad de Cristo Resucitado.

Que esta fiesta del Señor los colme de su alegría y de su amor.

Santiago, Domingo de Resurrección de 2004
Santiago, 11 de Abril, 2004

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