Papa en Armenia: Encuentro ecuménico y oración por la paz en Ereván
Papa en Armenia: Encuentro ecuménico y oración por la paz en Ereván

En el segundo día de su viaje en Armenia, el Papa Francisco participó en un encuentro ecuménico y oración por la paz en la Plaza de la República de Ereván junto al Patriarca supremo y Catholicós de todos los armenios, Karekin II y con la presencia del Presidente de la República de Armenia, Serzh Sargsián.

Tras el rezo del Padre nuestro y la lectura de dos pasajes bíblicos, el Papa Francisco pronunció un discurso después de las palabras del Patriarca supremo Catholicós de todos los armenios, Karekin II.

El Obispo de Roma aseguró que había deseado visitar “esta querida tierra” el primer país “en abrazar la fe cristiana”. “Es una gracia para mí encontrarme en estas montañas, donde, bajo la mirada del monte Ararat, también el silencio parece que nos habla; donde los khatchkar —las cruces de piedra— narran una historia única, impregnada de fe sólida y sufrimiento enorme, una historia rica de grandes testigos del Evangelio, de los que son herederos”, dijo el Papa quien explicó “he venido como peregrino desde Roma para encontrarme con ustedes y para manifestarles un sentimiento que brota desde la profundidad del corazón: es el afecto de su hermano, es el abrazo fraterno de toda la Iglesia Católica, que les quiere y que está cerca de ustedes”.

Además, el Pontífice recordó que en los últimos años “se han intensificado, gracias a Dios, las visitas y los encuentros entre ambas Iglesias, siendo siempre muy cordiales y con frecuencia memorables” y les agradeció “su fidelidad al Evangelio, frecuentemente heroica, que es un don inestimable para todos los cristianos”.

En este sentido, el Papa explicó que este reencuentro “no es un intercambio de ideas, sino un intercambio de dones: recojamos lo que el Espíritu ha sembrado en nosotros, como un don para cada uno, dijo. Compartamos con gran alegría los muchos pasos de un camino común que ya está muy avanzado, y miremos verdaderamente con confianza al día en que, con la ayuda de Dios, estaremos unidos junto al altar del sacrificio de Cristo, en la plenitud de la comunión eucarística” y añadió que “hacia esa meta tan deseada, somos peregrinos, y peregrinamos juntos, hay que confiar el corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas”.

Sobre el pasaje del Evangelio de San Juan que se leyó al inicio del encuentro, “la paz les dejo, mi paz les doy; no se las doy yo como la da el mundo”, el Pontífice destacó que estas palabras “nos disponen a implorar de Dios esa paz que el mundo tanto se esfuerza por encontrar” y afirmó: “¡Qué grandes son hoy los obstáculos en el camino de la paz y qué trágicas las consecuencias de las guerras! Pienso en las poblaciones forzadas a abandonar todo, de modo particular en Oriente Medio, donde muchos de nuestros hermanos y hermanas sufren violencia y persecución a causa del odio y de conflictos, fomentados siempre por la plaga de la proliferación y del comercio de armas, por la tentación de recurrir a la fuerza y por la falta de respeto a la persona humana, especialmente a los débiles, a los pobres y a los que piden sólo una vida digna”.

Asimismo, el Santo Padre recordó las “pruebas terribles” que el pueblo armenio ha experimentado “apenas ha pasado un siglo del ‘Gran Mal’ que se abatió sobre ustedes. Ese exterminio terrible y sin sentido, este trágico misterio de iniquidad que su pueblo ha experimentado en su carne, permanece impreso en la memoria y arde en el corazón” y agregó que recordar estos sufrimientos “no es sólo oportuno, sino necesario: que sean una advertencia en todo momento, para que el mundo no caiga jamás en la espiral de horrores semejantes”.

Por último, el Papa se dirigió a los jóvenes y les dijo que este futuro les pertenece por lo que les animó a saber aprovechar la gran sabiduría de sus ancianos para desear “ser constructores de paz: no notarios del status quo, sino promotores activos de una cultura del encuentro y de la reconciliación” y añadió: “que Dios bendiga su futuro y haga que se retome el camino de reconciliación entre el pueblo armenio y el pueblo turco, y que la paz brote también en el Nagorno Karabaj”.

Al finalizar, el Papa Francisco recordó a san Gregorio de Narek, Doctor de la Iglesia, a quien definió también “Doctor de la paz” y citando a san Juan Pablo II afirmó que “su solidaridad universal con la humanidad es un gran mensaje cristiano de paz, un grito vehemente que implora misericordia para todos. Los armenios, presentes en muchos países y a quienes deseo abrazar fraternalmente desde aquí, son mensajeros de este deseo de comunión, embajadores de paz”.

Discurso completo del Papa en el encuentro ecuménico y oración por la paz en Ereván

Venerado y querido hermano,

Patriarca supremo y Catholicós de todos los armenios,

Señor Presidente,

Queridos hermanos y hermanas

La bendición y la paz de Dios estén con todos ustedes.

Mucho he deseado visitar esta querida tierra, su País que fue el primero en abrazar la fe cristiana. Es una gracia para mí encontrarme en estas montañas, donde, bajo la mirada del monte Ararat, también el silencio parece que nos habla; donde los khatchkar —las cruces de piedra— narran una historia única, impregnada de fe sólida y sufrimiento enorme, una historia rica de grandes testigos del Evangelio, de los que son herederos. He venido como peregrino desde Roma para encontrarme con ustedes y para manifestarles un sentimiento que brota desde la profundidad del corazón: es el afecto de su hermano, es el abrazo fraterno de toda la Iglesia Católica, que les quiere y que está cerca de ustedes.

En los años pasados, se han intensificado, gracias a Dios, las visitas y los encuentros entre nuestras Iglesias, siendo siempre muy cordiales y con frecuencia memorables. La Providencia ha querido que, en el mismo día en el que se recuerdan los santos Apóstoles de Cristo, estemos juntos nuevamente para reforzar la comunión apostólica entre nosotros. Estoy muy agradecido a Dios por la «real e íntima unidad» entre nuestras Iglesias (cf. Juan Pablo II, Celebración ecuménica, Ereván, 26 septiembre 2001: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 5 de octubre de 2001, p. 14) y les agradezco su fidelidad al Evangelio, frecuentemente heroica, que es un don inestimable para todos los cristianos. Nuestro reencuentro no es un intercambio de ideas, sino un intercambio de dones (cf. Id., Carta enc. Ut unum sint, 28): recojamos lo que el Espíritu ha sembrado en nosotros, como un don para cada uno (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 246). Compartamos con gran alegría los muchos pasos de un camino común que ya está muy avanzado, y miremos verdaderamente con confianza al día en que, con la ayuda de Dios, estaremos unidos junto al altar del sacrificio de Cristo, en la plenitud de la comunión eucarística. Hacia esa meta tan deseada «somos peregrinos, y peregrinamos juntos […] hay que confiar el corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas» (ibíd., 244).

En este trayecto nos preceden y acompañan muchos testigos, de modo particular tantos mártires que han sellado con la sangre la fe común en Cristo: son nuestras estrellas en el cielo, que resplandecen sobre nosotros e indican el camino que nos falta por recorrer en la tierra hacia la comunión plena. Entre los grandes Padres, deseo mencionar al santo Catholicós Nerses Shnorhali. Él manifestaba un amor extraordinario por su pueblo y sus tradiciones, y, al mismo tiempo, estaba abierto a las otras Iglesias, incansable en la búsqueda de la unidad, deseoso de realizar la voluntad de Cristo: que los creyentes «sean uno» (Jn 17,21). En efecto, la unidad no es un beneficio estratégico para buscar mutuos intereses, sino lo que Jesús nos pide y que depende de nosotros cumplir con buena voluntad y con todas las fuerzas, para realizar nuestra misión: ofrecer al mundo, con coherencia, el Evangelio.

Para lograr la unidad necesaria no basta, según san Nerses, la buena voluntad de alguien en la Iglesia: es indispensable la oración de todos. Es hermoso estar aquí reunidos para rezar unos por otros. Y es sobre todo el don de la oración que he venido a pedirles esta tarde. Por mi parte, les aseguro que, al ofrecer el Pan y el Cáliz en el altar, no dejo de presentar al Señor a la Iglesia de Armenia y a su querido pueblo.

San Nerses advertía también la necesidad de acrecentar el amor recíproco, porque sólo la caridad es capaz de sanar la memoria y curar las heridas del pasado: sólo el amor borra los prejuicios y permite reconocer que la apertura al hermano purifica y mejora las propias convicciones. Para el santo Catholicós, es esencial imitar en el camino hacia la unidad el estilo del amor de Cristo, que «siendo rico» (2 Co 8,9), «se humilló a sí mismo» (Flp 2,8). Siguiendo su ejemplo, estamos llamados a tener la valentía de dejar las convicciones rígidas y los intereses propios, en nombre del amor que se abaja y se da, en nombre del amor humilde: este es el aceite bendecido de la vida cristiana, el ungüento espiritual precioso que cura, fortifica y santifica. «Suplimos las faltas con caridad unánime», escribía san Nerses (Cartas de Nerses Shnorhali, Catholicós de los Armenios, Venecia 1873, 316), e incluso —hacía entender— con una particular dulzura de amor, que ablande la dureza de los corazones de los cristianos, también de los que a veces están replegados en sí mismos y en sus propios beneficios. No los cálculos ni los intereses, sino el amor humilde y generoso atrae la misericordia del Padre, la bendición de Cristo y la abundancia del Espíritu Santo. Rezando y «amándonos intensamente unos a otros con corazón puro» (cf. 1 P 1, 22), con humildad y apertura de ánimo, dispongámonos a recibir el don de la unidad. Sigamos nuestro camino con determinación, más aún corramos hacia la plena comunión entre nosotros.

«La paz les dejo, mi paz les doy; no se las doy yo como la da el mundo» (Jn 14,27). Hemos escuchado estas palabras del Evangelio, que nos disponen a implorar de Dios esa paz que el mundo tanto se esfuerza por encontrar. ¡Qué grandes son hoy los obstáculos en el camino de la paz y qué trágicas las consecuencias de las guerras! Pienso en las poblaciones forzadas a abandonar todo, de modo particular en Oriente Medio, donde muchos de nuestros hermanos y hermanas sufren violencia y persecución a causa del odio y de conflictos, fomentados siempre por la plaga de la proliferación y del comercio de armas, por la tentación de recurrir a la fuerza y por la falta de respeto a la persona humana, especialmente a los débiles, a los pobres y a los que piden sólo una vida digna.

No dejo de pensar en las pruebas terribles que su pueblo ha experimentado: Apenas ha pasado un siglo del “Gran Mal” que se abatió sobre ustedes. Ese «exterminio terrible y sin sentido» (Saludo al comienzo de la Santa Misa para los fieles de rito armenio, 12 abril 2015), este trágico misterio de iniquidad que su pueblo ha experimentado en su carne, permanece impreso en la memoria y arde en el corazón. Quiero reiterar que sus sufrimientos nos pertenecen: «son los sufrimientos de los miembros del Cuerpo místico de Cristo» (Juan Pablo II, Carta apostólica en ocasión del XVII centenario del bautismo del pueblo armenio, 7: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 2 de marzo de 2001, p. 6); recordarlos no es sólo oportuno, sino necesario: que sean una advertencia en todo momento, para que el mundo no caiga jamás en la espiral de horrores semejantes.

Al mismo tiempo, deseo recordar con admiración cómo la fe cristiana, «incluso en los momentos más trágicos de la historia armenia, ha sido el estímulo que ha marcado el inicio del renacimiento del pueblo probado» (ibíd., 276). Esta es su verdadera fuerza, que permite abrirse a la vía misteriosa e salvífica de la Pascua: las heridas que permanecen abiertas y que han sido producidas por el odio feroz e insensato, pueden en cierto modo conformarse a las de Cristo resucitado, a esas heridas que le fueron infligidas y que tiene impresas todavía en su carne. Él las mostró gloriosas a los discípulos la noche de Pascua (cf. Jn 20,20): esas heridas terribles de dolor padecidas en la cruz, transfiguradas por el amor, son fuente de perdón y de paz. Del mismo modo, también el dolor más grande, transformado por el poder salvífico de la cruz, de la cual los Armenios son heraldos y testigos, puede ser una semilla de paz para el futuro.

La memoria, traspasada por el amor, es capaz de adentrarse por senderos nuevos y sorprendentes, donde las tramas del odio se transforman en proyectos de reconciliación, donde se puede esperar en un futuro mejor para todos, donde son «dichosos los que trabajan por la paz» (Mt 5,9). Hará bien a todos comprometerse para poner las bases de un futuro que no se deje absorber por la fuerza engañosa de la venganza; un futuro, donde no nos cansemos jamás de crear las condiciones por la paz: un trabajo digno para todos, el cuidado de los más necesitados y la lucha sin tregua contra la corrupción, que tiene que ser erradicada.

Queridos jóvenes: este futuro les pertenece: sabiendo aprovechar la gran sabiduría de sus ancianos, deseen ser constructores de paz: no notarios del status quo, sino promotores activos de una cultura del encuentro y de la reconciliación. Que Dios bendiga su futuro y «haga que se retome el camino de reconciliación entre el pueblo armenio y el pueblo turco, y que la paz brote también en el Nagorno Karabaj» (Mensaje a los Armenios, 12 abril 2015).

Por último, quiero evocar en esta perspectiva a otro gran testigo y artífice de la paz de Cristo, san Gregorio de Narek, que he proclamado Doctor de la Iglesia. Podría ser definido también «Doctor de la paz». Así escribía en ese extraordinario Libro que me gusta considerar como la «constitución espiritual del pueblo armenio»: «Recuérdate, [Señor, …] de los que en la estirpe humana son nuestros enemigos, pero por el bien de ellos: concede a ellos perdón y misericordia. […] No extermines a los que me muerden, transfórmalos. Extirpa la viciosa conducta terrena y planta la buena en mí y en ellos» (Libro de las Lamentaciones, 83, 1-2). Narek, «partícipe profundamente consciente de toda necesidad» (ibíd., 3,2), ha querido identificarse incluso con los débiles y los pecadores de todo tiempo y lugar, para interceder en favor de todos (cf. ibíd., 31,3; 32,1; 47,2): se ha hecho «“ofrenda de oración” de todo el mundo» (ibíd., 28,2). Su solidaridad universal con la humanidad es un gran mensaje cristiano de paz, un grito vehemente que implora misericordia para todos. Los armenios, presentes en muchos países y a quienes deseo abrazar fraternalmente desde aquí, son mensajeros de este deseo de comunión (Juan Pablo II, Carta apostólica en ocasión del XVII centenario del bautismo del pueblo armenio: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 2 de marzo de 2001, p. 6). Todo el mundo necesita de su mensaje, necesita de su presencia, necesita de su testimonio más puro. Que la paz esté con ustedes.

Fuente: www.news.va
Ereván, 26 de Junio, 2016
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