Ascanio Cavallo: “Todo lo que hizo el Cardenal Raúl Silva Henríquez fue infinitamente atrevido”
Ascanio Cavallo: “Todo lo que hizo el Cardenal Raúl Silva Henríquez fue infinitamente atrevido”

Quien escribiera las memorias del Arzobispo de Santiago entre 1961 y 1983, habla en esta entrevista de su visión de estadista y el rol de la Iglesia chilena en medio de la convulsionada sociedad de su tiempo.

Por Equipo Encuentro

Cuando en 1989 el cardenal Raúl Silva Henríquez le pidió al periodista Ascanio Cavallo que escribiera sus memorias, éste recibió la tarea como un privilegio pues, como explica, “crecí mirándolo como un punto de referencia fundamental de la vida chilena”.

Tardó cuatro años en reconstruir la vida del que fuera Arzobispo de Santiago, en largas conversaciones una o dos veces por semana, y en entrevistas a un sinnúmero de personajes cercanos a su figura, y fue capaz de retratar a esta “poderosa voz moral de la nación a lo largo de 30 años”. En el proceso halló a “un hombre honrado, directo, franco, que quería revisar su vida con una modestia desconcertante”, dice.

Usted le atribuye al Cardenal Raúl Silva Henríquez el hecho de ser la única personalidad del siglo que se atrevió a describir lo que él llamó el “Alma de Chile”, y un punto de referencia fundamental en la vida chilena durante 30 años. ¿Qué explica esta prominencia?

Un poco la situación de la Iglesia Católica en ese momento, porque en la segunda mitad de los sesenta, la Iglesia yo creo que llegó al momento de máximo prestigio popular, ya no era la Iglesia solo de las élites sino también una iglesia que se había logrado meter, a través de los cambios del Concilio Vaticano II, pero también de una cuestión muy clave, que está muy olvidada, que fue la Gran Misión de Santiago, el 63, que es el primer momento en que la Iglesia empieza a crear parroquias en sectores populares, la primera creo que fue San Pedro y San Pablo en la población Joao Gulart, es la primera vez que empieza esta figura que después fue tan familiar, de los curas de población. Y también un poco la izquierdización de algunos sacerdotes, que incluso crearon este movimiento de los Cristianos por el Socialismo. Toda esa especie de fermento al final lo concentra el Cardenal con esta especie de definición, que yo creo que había que ser bien valiente para animarse a decir qué es el alma de Chile. Solo el dueño de Chile podía decir eso, el papá. Ahora, yo creo que en ese momento había mucha fuerza en la Iglesia, había un gobierno Demócrata Cristiano, o sea un gobierno católico y, por lo tanto, incluso a pesar de las convulsiones que significó ese periodo, o mejor dicho, junto con las convulsiones, tuvo esta misión que la Iglesia o el Cardenal se auto asignaron, de ser como la conciencia del país, el alma del país.

Me imagino que había algo también en su personalidad que lo hizo atreverse a ello…

Claro, él hablaba así: Mi familia tiene 400 años. Era un patricio digamos. Se sentía parte de las familias fundadoras de Chile, de una manera distinta de la aristocrática, aunque yo creo que tenía algo de aristocrático, pero él decía: Yo sé lo que es mi país, yo sé lo que es mi pueblo. No hablaba de la élite. Pero por supuesto que era el comportamiento de un aristócrata, de alguien que siente que aunque no tenga un centavo, esta tierra le pertenece entera porque llegó hace 400 años. No tenía límites para sentirse identificado con Chile y con su pueblo. Eso que a otros sacerdotes les daba un poco de pudor, cómo ser tan patudo para querer representar a Chile. El Cardenal no tenía ningún problema.

¿En qué consistía su doctrina republicana del “Alma de Chile”?

Esto fue en una homilía, si mal no recuerdo, pronunciada el 67 o el 69 coescrita por varias manos, que define la tradición de Chile sobre la base de la libertad, que él la hace equivalente a la democracia, sobre la base del cristianismo, que es en el fondo la misión por los pobres, y la lucha por la igualdad, lo que hoy llamaríamos integración, porque él estaba pensando en los indígenas, siempre estaba pendiente de esas fallas en la inclusión.

¿Era esto un convencimiento sobre la historia republicana nacional, o más bien un anhelo?

Es difícil de decir. Yo creo que había elementos de la realidad. Es verdad que Chile era, desde la llegada de los españoles, un país mayoritariamente católico, él le daba una gran importancia a la Virgen del Carmen, porque se le había dado mucha importancia durante la lucha por la Independencia. Tampoco es que lo inventara. Efectivamente, mirado en el contexto de América Latina, Chile siempre fue un país más estructurado, más institucional, por lo tanto el problema de la democracia lo tuvo resuelto antes. Todavía es así, un país sin caudillos, que tiende a creer más en las instituciones que en las personas. Había elementos de la realidad pero por supuesto que también expresaba un deseo, un programa.

¿Cómo visualizaba el Cardenal el futuro de Chile y el lugar de la Iglesia en este?

Eso lo conversamos mucho, ese era su tema. Él siempre le atribuyó una cierta centralidad a la Iglesia en el desarrollo en Chile, pero yo diría que no era la centralidad de las instituciones, sino más bien de la presencia de la Iglesia sobre todo en los sectores populares. Él tenía una contradicción con eso, que yo he terminado entender después, que era que él favorecía la presencia de la Iglesia en los sectores de la pobreza más dura, pero sabía, al mismo tiempo, que muchos de esos sacerdotes terminarían inclinándose a la izquierda, terminarían en las cercanías de ideologías más bien marxistas. Entonces, por un lado, alentaba esa cuestión y, por otro, tenía un cierto temor de que la Iglesia se desviara. Para él fue muy dura la experiencia de Cristianos por el Socialismo, algo que nunca le gustó. A mí me da la impresión de que él quedó muy herido porque ellos fueron poco delicados —en una época donde nadie era delicado, para qué estamos con cosas—, entonces él le atribuye una centralidad a la Iglesia pero de esta manera. No era realizar al modelo aristocrático de la Iglesia, que disputaba cargos de gobierno, donde el Nuncio era casi un ministro más, donde se negociaba el nombramiento de Obispos, yo creo que eso no le interesaba nada. Su tema era una Iglesia metida en el corazón del pueblo, cosa que él mismo hizo en una época distinta, en La Cisterna o en Valparaíso, cuando la izquierda todavía no era fuerte y había menos riesgos.

¿Fue el Cardenal, más allá del rol de la Iglesia, visionario en otros aspectos de la vida nacional? ¿Se imaginaba cómo sería el término de la dictadura y el retorno de la democracia?

Él se retiró del Arzobispado el 83, porque el Papa le aceptó de inmediato la renuncia. Yo creo que con una percepción bien sombría de lo que venía en el país, hasta la venida del Papa. Fue el primero en percibir que la visita del Papa tenía un significado e iba a tener una repercusión más larga de lo que nosotros creíamos. Yo recuerdo que él puso mucho énfasis en este punto, que el cambio interior suyo de percepción había sido de que el país estaba con otra disposición, y esa visión se la produjo la visita del Papa. Había cambiado el clima social. Yo diría que hacia el final de sus días de lucidez estaba más bien optimista, votó para el plebiscito, hizo unas declaraciones muy divertidas, se le notaba otro ánimo. Él vio lo que venía como un horizonte mejor que todo lo que había habido antes.

¿Qué rol fundamental cumplió el Cardenal Raúl Silva Henríquez en la tentativa de evitar el quiebre de la democracia? ¿Cuál fue su estrategia para concertar el radicalismo?

Él no tenía una estrategia para evitar el Golpe. En primer lugar no se trataba de evitar el Golpe, el problema era evitar la Guerra Civil. Tal como iba el país, o se producía una intervención militar o los militares se partían en dos, y en ese caso entrábamos en una Guerra Civil, probablemente como la de España, de unos tres o cuatro años, salvaje. Eso era lo que había que evitar. El otro problema era una de las salidas. De cara a el problema de la Guerra Civil, el Cardenal intenta generar puentes de diálogo entre las únicas fuerzas que podían acercarse, que era el presidente Allende y su gabinete, no los partidos, los partidos no apoyaban a Allende, y la Democracia Cristiana, por lo menos una parte de ella. Eso era todo lo que alguien podía hacer. Tampoco era la estrategia del Cardenal, es que no había otra. Pero cuando lo intentó se encontró con dos problemas: que el líder natural de la DC, que era Frei Montalva, no aceptó, no quiso dialogar con Allende, porque consideraba que la UP había sido canalla con él, lo habían acusado de cosas que no hizo, habían sido desleales. Allende y Frei se culpaban mutuamente del desprestigio personal de cada uno. Entonces Frei, a pesar de eso, delegó estas misiones en el presidente del partido, que era Patricio Aylwin. Y por otro lado, tenía un presidente al que los partidos no le hacían caso. Entonces era un poquito arar en el mar, y yo creo que él se dio cuenta de eso. Pero sintió mucho la muerte de Allende, eso lo repetía, lo consideraba un tipo correcto, un demócrata, poco hábil, siempre dijo que era poco hábil en política, pero le dolió.

¿Qué recuerdas que pensó o te comentó una vez ocurrido el Golpe de Estado?

Inmediatamente, su primera preocupación, era que aquí se iban a perder las conquistas de los trabajadores, eso lo percibió desde el primer minuto. Los trabajadores se entendían alineados con la CUT, y ésta era de la UP, y lo más probable es que fueran víctimas de la Junta de Gobierno. Cuando se reúne con la Junta eso es lo primero que les dice: “Lo único que les pido es que no retrocedan las conquistas de los trabajadores”. Tampoco podía pedir mucho más.

Tras el golpe: ¿Qué rol desempeñó el Cardenal en la reconciliación nacional, y especialmente con la creación del Comité Pro Paz?

Esa fue una cuestión que todavía no se aclara de dónde vino realmente la iniciativa. Da la impresión de que esto viene de las culturas más bien nórdicas, de Helmuth Frenz, de los curas luteranos, que se dan cuenta de que la violencia no son puros rumores. Hay que tener presente que en esos primeros meses se recibía mucha información, pero sin pruebas. Se decía hasta que habían bombardeado poblaciones, cosa que nunca ocurrió. Yo creo que los que tenían más experiencia en el mundo de los derechos humanos por la experiencia posterior a la Guerra Mundial, fueron los primeros que entendieron que aquí se necesitaba una institución para proteger a las víctimas y los perseguidos. Frenz venía de Alemania, era luterano, tenía todas las condiciones para saber qué era una posguerra. Y otro era el rabino Angel Kreiman, que venía del holocausto. Entre ellos y con el rápido convencimiento de Silva Henríquez se crea el Comité Pro Paz. Pero tenía una debilidad estructural, dependía de muchas Iglesias y, por lo tanto, el gobierno llegó rápidamente a identificar que en la medida en que fuera debilitando de a una, por dentro, a esas Iglesias, lo iba a desarmar. Por eso cayó en dos años. Para el 75 el Cardenal ya estaba solo. Entonces se le ocurre esto, que después volvió loco al gobierno, de decir cierro el Comité Pro Paz y al día siguiente abro la Vicaría de la Solidaridad, que era mucho más fuerte, porque dependía de una sola Iglesia, porque tenía un estatuto jurídico protegido. La Vicaría era como un templo, tenía una cierta inmunidad, no entraba al DINA no los Carabineros así no más. También porque era del Arzobispado de Santiago, no era de toda la Iglesia. Después los obispos fueron pidiendo sucursales en regiones. En líneas generales ellos percibieron muy rápido el problema de los derechos humanos, no solo en la dimensión muertos y víctimas de la tortura, sino también en lo laboral, en lo universitario; se creó la Vicaría Pastoral Obrera, la Pastoral Universitaria, la Academia de Humanismo Cristiano —para recibir justamente a los profesores despedidos por razones políticas principalmente de la Universidad Católica—, al final era una red, casi un Estado paralelo. El Cardenal percibió el problema y dijo: “Hay que jugársela por esto”. Eso lo hace pasar a la historia.

¿Cómo logra barajar esta red manteniendo una relación más o menos fluida con los diferentes actores políticos?

En realidad era una relación bien dificultosa. No le fue fácil manejar la propia Vicaría. Él siempre fue muy contrario, a pesar de que una y otra vez le demostraban de que no era así, a que se contratara a profesionales comunistas y socialistas, porque él consideraba que eso era una debilidad frente a posibles acusaciones, pero los Vicarios como Cristián Precht jamás le hicieron caso en eso, así que se lo pasaba peleando. El argumento de Precht era que ellos eran los que más sabían, los interesados, los que estaban dispuestos a trabajar sin plata, sin nada. A la larga fue positivo que no les pusiera la pata encima a sus curas también. Con Alfonso Baeza tuvo muchos problemas desde Cristianos por el Socialismo, pero a él fue al único al que perdonó en lo personal, como amigo. Al resto los perdonó como curas.

¿Qué rasgos de la personalidad del Cardenal Raúl Silva Henríquez nos pueden ayudar a entender mejor su determinación y rol clave en la historia nacional?

Lo principal es esa cosa entre aristocrática y patriótica, del pueblo. Porque efectivamente la Iglesia de los 60 necesitaba alguien que pudiera compatibilizar una cierta dosis de humildad, en el sentido de acercarse al mundo popular, con una cierta dosis de autoritarismo también, una mano dura para llevar a esta Iglesia que no se sabía adónde iba, con corrientes por todos lados. Eso fue lo que hizo a partir del 61. Casi todo lo que hizo durante los primeros años fue muy patudo. Infinitamente atrevido. Fue como si entrara a una tromba a remover todo. Y pasan tres años y está en el Concilio Vaticano, el primero en 500 años, pero no como el curita chileno que va al Concilio, no, es el líder de los obispos de Latinoamérica, que lleva el equipo de teólogos más potente, todos brillantes, no había nadie que le compitiera en la región y, por lo tanto, se hicieron con el liderazgo. Se sabía que en las votaciones Latinoamérica era decisiva y que para eso había que hablar con Silva Henríquez. Eso es inaudito. Fue un tanque en la vida político-religioso chilena. Pero sería injusto atribuirlo solo a una cuestión de personalidad; también hay una cierta encrucijada histórica que lo favoreció.

¿Qué influjos de su tiempo —personas, autores, corrientes de pensamiento, instituciones— son más reconocibles en la formación de la personalidad del Cardenal?

El Cardenal era muy Salesiano y tenía esa vocación por los niños y por la educación, inspirado por Don Bosco. Yo creo que esa parte fue muy importante. Hay poca teoría ahí, y hay harto manual. Don Bosco escribió poco pero todo lo que escribió es súper práctico. Y después en el Concilio estaban los mejores teólogos de su tiempo, esa fue una pasada inmensa desde el punto de vista intelectual. Pero el Cardenal no tenía muchos escritos fuera de las homilías. Cuando empezamos a trabajar las memorias no había un acopio de artículos, ensayos, libros. Había homilías, cosas prácticas, cosas que en un intelectual uno llamaría menores, pero que eran el centro de todo.

¿Cómo se desarrolló su trabajo conjunto para escribir las memorias?

Nos demoramos cuatro años. Yo iba una o dos veces por semana a su casa. Trabajamos mucho sobre su archivo personal, que era bastante abundante, pero evidentemente eso no era suficiente. Para llenar los vacíos me puse a hacer varias entrevistas paralelas. Los secretarios; Luis Antonio Díaz estaba vivo, lúcido y con muchos documentos también; Cristián Precht, en fin, mucha gente me ayudó. El problema era encontrar el tono, porque yo no tenía conocimiento de la iglesia, y la manera en que pensaba él. Esa dificultad se resolvió en los primeros capítulos y de ahí para adelante avanzamos muy rápido. Él leía y corregía todo, pero fue más bien fluido.

Yo pensé, si no estudio a la Iglesia por esta vía, nunca la voy a estudiar, por lo tanto era una oportunidad, como hacer un posgrado.

¿Cuáles fueron las claves para encontrar ese tono?

Escuchar mucho. Conversar mucho, a veces de cosas nada que ver. Recuerdo que tuvimos conversaciones larguísimas sobre el papel que él le atribuía a la Virgen, no solamente en relación con la Santísima Trinidad, que siempre ha sido un problema teológico grande, sino también su actuación en la vida del pueblo chileno. Y ahí iba descubriendo cuál era el tono, dónde él ponía los énfasis, dónde se sentía más seguro. Muchas de esas conversaciones, que a veces no tenían un destino claro, las teníamos cuando yo tenía dudas sobre cómo debía seguir el próximo capítulo. Me acuerdo, por ejemplo, qué gracia tenía para él haber construido una Iglesia en La Cisterna. Porque él consideraba que ahí se jugaba una parte de su vida. Y todo tenía una explicación que no era para nada evidente. Ahí nos pegábamos una conversa larga, liviana, sin agenda.

¿Qué recuerda de su espiritualidad?

Era bien curiosa. El Cardenal era muy de oración. Yo creo que no era muy contemplativo, no, él le confería a la oración una especie de rol práctico. Oraba de cara a ciertos objetivos mayores. Nunca me voy a olvidar cuando me contó él —y después el cura Díaz y la madre Socorro—, el día del Golpe (al final el punto de vista más fantasioso era el de él), cuando le avisan que lo está llamando monseñor José Manuel Santos, él está rezando sus oraciones matinales, y recuerda haberse parado inmediatamente y haberse ido a atender el teléfono, pero los otros dos recuerdan que se paró como diciendo: “Ay, Dios mío, qué tremendo”, y se da vuelta y sigue rezando, como encomendándose porque se le viene una grande. Ese es su tipo de espiritualidad, que está todo el tiempo en relación con Dios, con su fe, que la está empleando, no quiero decir de un modo instrumental, sino como forma de su fuerza moral, su fuerza interior; lo que pide cuando reza es fuerza.

Usted ha señalado a la “culpa social” y la “inutilidad del odio” como dos conceptos clave del legado del Cardenal: ¿En qué consisten? ¿Tienen vigencia hoy?

El problema de la culpa social, que ya lo habían instalado el Padre Hurtado, José María Caro y algunos otros, era que la situación social desde los años diez, era de una sociedad injusta. Eso es una culpa, no es algo ante lo cual uno pueda quedar indiferente. Hay una culpa sobre todo de aquellos que tienen más y que están tranquilos, frente a aquellos que tienen menos y están sufriendo. Esa idea el Cardenal la convirtió mucho más en una culpa, al decir, ojo, aquí ustedes son responsables de esto. Caritas, Invica y todas estas cosas que hizo estaban destinadas a recordarle a la gente acomodada que no les era indiferente el destino de los demás. Y bueno, el odio tiene poco que ver con lo que vivimos hoy día, pero mucho con lo ocurrió entro los 50 y los 80 en Chile, que fue que la política se tradujo en forma de odio, de clases, de partido, odio político, y que él entendía que eso conduciría a desenlaces violentos, como ocurrió el 73. Yo creo que esa fue la prédica constante, esos dos puntos, del 60 en adelante.

Más allá de su conocido rol como defensor de los derechos humanos ¿se podría afirmar, a su juicio, que su figura histórica (pensando en su rol en la reforma agraria, su intervención en la reforma universitaria, la fundación de Cáritas y Banco del Desarrollo) se entronca con la del estadista? ¿Por qué?

Siempre dijeron, aquellos que querían hablar mal del Cardenal, que era un obispo gerente, que era muy administrativo. Claro que esa dimensión también es estatal. Pero yo creo que él se ofendería si lo llamáramos estadista, porque siempre sintió que por encima estaba su servicio a Dios y no a los márgenes más bien estrechos del aparato del Estado. Pero desde el punto de vista laico no cabe duda. Además, en particular a él le tocó una época en que se enfrentó o tuvo relación con figuras muy potentes de la historia de Chile. Primero con Frei, que a pesar de que sus relaciones no eran de las mejores, en el fondo complementaban y complementaron en la mitad del siglo todo el sueño de las reformas sociales, la reforma agraria, la reforma laboral, los centros de madres, todo eso forma parte de una gran imagen de progreso de los pobres y de las clases medias que se centra en Frei y Silva Henríquez durante los 60. Después se pierde. Luego le toca convivir y dialogar con Allende, otra figura legendaria; y después con Pinochet. Son los tres presidentes más relevantes que ha tenido Chile en el último siglo. Entonces claro, si uno lo pone entre esas tres personas dices, claro, este es el cuarto, pero yo creo que a él no le gustaría eso.


¿Qué significó para ti escribir las memorias del Cardenal Silva Henríquez?


Mucho trabajo y un ejercicio intensivo en comprensión, en meterse en la cabeza de otro y ver cosas que uno por sí solo no ve, más allá de que uno pudiera o no tener fe. Yo siempre he pensado, a lo mejor digo siempre y no es siempre sino que desde entonces, que la fe es un don y, por lo tanto, no depende casi de la voluntad, tal vez solo para cultivarlo, tenerlo o no tenerlo.

Fuente: Periódico Encuentro
www.iglesiadesantiago.cl



Santiago, 11 de Septiembre, 2013
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