Evangelio en la frontera: “Fui forastero y me recibiste”
Evangelio en la frontera: “Fui forastero y me recibiste”

Por el paso Chacalluta ingresan unos 13 mil migrantes al día, muchos en situación precaria. Un grupo de laicos y jesuitas trabajan para transformar la exclusión social en una cultura de acogida.

Son pasadas las siete de la tarde en el comedor de la Capilla San Eduardo, en la calle Juan Antonio Ríos, aledaña al Terminal Internacional de Arica, cuando se acercan los extenuados comensales, en su mayoría hombres y mujeres peruanos de entre 20 y 45 años que a cambio de cuatrocientos pesos, tras una larga faena en el valle de Azapa o en la limpieza de hogares, saborea un plato de porotos con riendas y recibe la acogida fraterna de un grupo de voluntarios. Dos jóvenes asistentes sociales en práctica, miembros de Ciudadano Global, programa del Servicio Jesuita a Migrantes y Refugiados, les conversan mientras comen, les informan sus derechos e intentan conectarlos con redes comunitarias.

El Convenio Arica-Tacna, que permite el flujo entre Chile y Perú solo con la cédula de identidad, implica que unos siete mil migrantes por semana –según datos de la Gobernación de Arica– se afanen en los sectores desatendidos por la población chilena, como la agricultura y la construcción. “Algunos llegan mal –relata Sheyla Castro, coordinadora del comedor–, sin dinero, sin lugar donde quedarse, pero son empeñosos, encuentran trabajo rápido y algunos se estabilizan, consiguen contrato, carnet y ya no los vemos más. Pero la mayoría tiene trabajos informales y siempre vuelve”, asegura.

“La migración es un fenómeno inherente al ser humano –reflexiona el director de la oficina ariqueña de Ciudadano Global, padre José Tomás Vicuña (31)–, pero lo hemos transformado en un problema. El mundo no tiene fronteras, esas las ponemos nosotros. Jesús migró desde el cielo a la tierra, luego tuvo que huir a Egipto por razones políticas. Yo soy de Santiago y migré a Arica como parte de mi vocación. Muchos migran producto de las injusticias y tienen que dejar familia, cultura, comida y lugar de pertenencia”, explica.

Promover la justicia es de católicos

“Los marinos pasaban mirándonos feo ayer”, comenta Soledad Musaja (36). Está de pie a un costado del Monumento a Arturo Prat en la Avenida Comandante San Martín. Es el día después de la tradicional rendición de honores a la gesta bélica del 21 de mayo en Arica, ad portas de que la Corte Internacional de La Haya pronuncie el fallo respecto al reclamo peruano sobre delimitación marítima.

Doce años atrás, Soledad salió sola de Tacna. Debido a un grave problema familiar que prefiere no ventilar, tuvo que dejar a sus dos hijos en Perú. Cuando llegó a Arica trabajó de comerciante y fue acusada de robar. Limpió casas y su patrón intentó abusarla. Tuvo que huir. En una ocasión, cuenta, su pequeña de siete meses enfermó gravemente y le fue negada la atención primaria. Una amiga chilena la hizo por hija suya. Entonces sí la atendieron.

“Hay algo en la ciudad –advierte Vicuña–, una manera de hacer soberanía, de hacer política, que invita a no acoger al peruano o al boliviano”. En una cultura que fomenta la rivalidad y el prejuicio (ver recuadro), el servicio jesuita encargado del acompañamiento a migrantes en situación de vulnerabilidad promueve una cultura de acogida. Junto a la orientación para la regularización de trámites, la obtención de permisos y el ejercicio de derechos, la oficina pone especial énfasis en la sensibilización de la población ariqueña.

“Nosotros vemos la promoción de la justicia y el servicio de la fe como una sola cosa –agrega el joven jesuita–, no estamos haciendo solidaridad, tratamos de hacer justicia aplicando el Evangelio de Mateo 25 –fui extranjero y me acogiste–, porque hay personas con desamparo, en soledad, que necesitan alguien que las acompañe. El escuchar, el sentir con, el provocar un encuentro afectivo que promueva la justicia es algo muy católico”, apunta.

“Con esto de La Haya, la discriminación ha aumentado–afirma Soledad, que ya no está sola: se casó, tuvo dos hijos pequeños, obtuvo el documento chileno y la vida le muestra hoy su rostro más amable– nos echan a todos en el mismo saco, dicen que el peruano es cochino, borracho, no les interesa realmente cómo somos y no somos todos iguales”, enfatiza.

Sin contrato

Para el padre Rino Cáceres, del Obispado de Arica, la migración es parte fundamental de la ciudad. En su opinión, hay buena convivencia entre peruanos y chilenos. “Nosotros vamos para allá y ellos vienen para acá, pero el talón de Aquiles es que todavía no se hace la nueva ley migratoria y no está claro el tema de los contratos de trabajo, en ese sentido quizás se produce alguna discriminación, porque hay muchas situaciones irregulares”, explica.

En efecto, la legislación actual –de 1975– no permite contratar a más de 15% de trabajadores extranjeros en empresas con más de 25 empleados, algo que termina por fomentar la ocupación sin contrato en sectores donde la mano de obra escasea. El sector minero, por ejemplo, según estimaciones del Gobierno, ofrecerá más de 70 mil empleos en los próximos ocho años.

“En Perú hay gente que dice que hay que venir a Chile porque aquí se gana plata –cuenta Soledad Musaja–, pero no dicen la verdad, no dicen que es difícil, que se sufre, que hay gente que te ofrece un trabajo, te paga la primera y la segunda semana y a la tercera ya no te paga y te bota. Total, no hay a quien reclamarle”.

“El verdadero drama es la situación en la que entran los colombianos”, dice Edwig Arellano (63), dueño de uno de los pocos hospedajes de la población Juan Noé, cercana al Terminal, que acoge a migrantes de ese país. “Llegan en condiciones inhumanas, escapando de la guerrilla o el narcotráfico, amenazados de muerte”, añade. Y es difícil que encuentren trabajo, pero Ciudadano Global los acompaña y asiste en sus solicitudes de refugio. Probablemente, estarán entre uno y tres meses antes de obtenerlo, abandonar el país o intentar seguir al sur.


Mitos migratorios que fomentan la discriminación

“Hay muchos inmigrantes en Chile”. Hace cien años, el porcentaje era de 4%. Hoy es 2%. Dentro de los países de la OCDE, Chile es de los que tienen menor porcentaje, y estamos bajo el promedio mundial (3,1%) estimado por la OIM (Organización Internacional para las Migraciones). “La verdad es que somos más bien un país de emigrantes –dice Vicuña, por cada inmigrante en Chile hay 2,5 chilenos afuera”.

“Hacen bajar los sueldos”. Los migrantes suelen emplearse en sectores resistidos por la fuerza laboral local. Construcción y agricultura, por ejemplo. Precisamente, los sectores donde más han aumentado los sueldos en la XV región durante el último año.

“Provocan desempleo”. Técnicamente, Chile vive hoy una situación de pleno empleo (6,2% de desempleo nacional; 5,2% regional).

“No pagan impuestos”. Consumen y pagan IVA. Impuesto a la renta no pagan toda vez que son empleados sin contrato.

“No tienen educación”. El nivel de escolaridad promedio de los extranjeros con visa es de 13 años. El de los chilenos es 10. Sin embargo, dadas las dificultades para convalidar títulos y conseguir contratos, muchos están dispuestos a desarrollar trabajos de menor calificación.


John Alexander Pinilla (Colombia, 33 años)

Me fui de Ibagué porque me iban a matar. Me tuve que escapar con toda mi familia. Lo perdí todo. Yo trabajaba con información, le daba información al ejército, clandestinamente. Apoyaba mucho a mi Estado, a mi ejército de Colombia. Siempre me ha gustado ser recto, ser transparente. La guerrilla, al darse cuenta de que yo era informante especializado del ejército, me ubicó. En Colombia están en todas partes. Ellos te colocan un negocio, un restaurante, una peluquería, un almacén, a cambio de que seas informante de la guerrilla. No me dieron tiempo, 24 horas para salir del país o si no me mataban a mí y a mi familia. Mi papá tenía 300 pesos colombianos y con eso nos dirigimos –con mi esposa, mi mamá y mis hermanos– a la ciudad de Cali. Allá también nos ubicaron y tuvimos que coger para Ecuador. Nunca había salido de mi país. No tuvimos problemas para pasar la frontera, la migración colombiana nos ayudó. Pero en Ecuador también hay guerrilla así que alcancé a estar una semana. Mi mamá, desesperada, me dijo: cójase hacia el sur, lo más lejos que pueda porque si no lo van a matar. Me fui a Bolivia solo, no me acuerdo a qué ciudad, llorando, pidiéndole a Dios que me los cuidara y entonces ellos se volvieron para Colombia. Fui a Bolivia porque me dijeron que era parecido a mi país. Allá contaba mi problema y me regalaban comida, ropa. Yo me fui sin nada. Me quedé dos días en un parque y allí conocí a una persona de la calle que me ayudó. Yo tenía miedo. Él me decía camine, pediremos comida en los restaurantes, a la gente que va por la calle. Y pedíamos. Nos quedamos en un prado debajo de una zanja. Una vez llegó el celador del parque y nos levantó de ahí, pegándonos. Yo no soy ningún indigente, yo en Colombia era un trabajador como cualquier ciudadano. Era informante y comerciante. En Bolivia un chico me dijo: si se quiere estar más tranquilo, vete para el sur. Adónde, decía yo. Él se reía: usted no conoce, váyase para Chile, que estamos cerca. Me dijo vea, váyase al terminal, allá hay un mapa, dibújelo en una hojita y coja para allá, dígale a la gente que lo lleve, coménteles el problema que usted tiene. Pero nadie me ayudaba. Ahí yo ya parecía un indigente porque estaba durmiendo en la calle, no me bañaba, ni siquiera me cepillaba la boca. Pero un señor, no sé quién era, me trajo escondido en un tráiler. Lo único que sé es que dentro había puro polvo blanco. Como cemento blanco. Cal. Me hizo un hueco ahí y me tapó. En el viaje paraba, me daba comida, me daba frutas. Yo digo que ese fue un ángel que el Señor me mandó. Él solo me decía: ¡Colombia!, tome, para que coma. Me decía ¿está cansado? Y yo llorando, ahí metido, le decía que sí. Es como si uno volviera a nacer en otro lado pero sin familia, sin amigos. Cuando llegamos a Arica este señor me dijo bájate acá y me regaló 2 mil pesos, para que comas algo, pero así no puedes andar en la calle. Yo dije así cómo. Así blanco: estaba lleno de cal. Me dijo vaya al mar y se baña. Pero en mi Colombia yo nunca tuve la oportunidad de ir al mar. Al llegar a la playa vi todo ese poco de agua y me daba miedo meterme porque no sabía si me iba a llevar o me iba a ahogar. Había un señor ahí, le dije si me podía prestar una bolsa o algo para sacar agua para poderme bañar. El señor se reía, ¿por qué no me metía al agua? Yo te acompaño, me dijo. Pero me daba miedo. Se fue. Al rato volvió con una bolsa grande. Me bañé. Al otro día cogí pa’l centro. Ahí unos artesanos argentinos me dijeron que me fuera a dormir con ellos a la playa. Yo les mostré el billete que tenía y les pregunté si me alcanzaba pa’ un hotel y ellos se reían, no alcanzaba pa’ nada. Llegó la noche y me quedé a dormir con ellos en la playa. No sabía adónde ir. Ellos me indicaron el hospedaje de don Erwig, que nos ha ayudado mucho a nosotros, gracias a Dios. Arica es muy tranquilo, es algo que nunca había vivido en Colombia. Yo vine a buscar refugio. Pero hemos salido a buscar trabajo y no nos han dado. En estos momentos, gracias a Dios, en el Agro nos dijeron que nos podían ayudar solamente cuidando y limpiando los autos que llegaran. El dinero que nos ganamos allá son las monedas que nos dan. Algunos cierran el vidrio y siguen de largo y ni siquiera dicen gracias. A veces no como. A veces, cuando tengo trabajo y plata, como. Para mí esto es un sufrimiento. Yo quiero traer a mi familia a Arica porque ellos también corren peligro. No quiero volver, para qué. Si vuelvo me meten en una caja de pino y me voy pa’l cementerio. Yo no pido nada. No quiero plata. Quiero un trabajo, porque yo tengo manos. Yo tengo fuerza.

Fuente: Periódico Encuentro
www.iglesiadesantiago.cl
Santiago, 06 de Junio, 2013

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